Joe Louis se había visto obligado a regresar al boxeo año y medio después de anunciar su retirada en 1949. La culpa la tuvo el fisco norteamericano que le reclamaba los impuestos correspondientes al tiempo que pasó en el ejército. Su promotor, Mike Jacobs, responsable de sus cuentas, había cometido ese error creyendo que las bolsas donadas al Fondo de Ayuda del Ejército y correspondientes a las exhibiciones en las que había participado durante la Segunda Guerra Mundial le dispensaban de esa obligación. Lo cierto es que compensaban con creces la cantidad que se le reclamaba, pero para la Hacienda noteamericana no era suficiente. El hombre que parecía que nunca perdería el título de los pesos pesados y que se retiró como campeón mundial se vio obligado a volver al ring. La deuda, con intereses y multas, alcanzaba el medio millón de dólares y Joe Louis no tenía otra forma de ganar ese dinero que boxeando.

A finales de 1950 peleó contra Ezzad Charles, el hombre que heredó su título, y perdió en una discutida pelea resuelta a los puntos en Nueva York. Era la segunda derrota de su carrera después de la que había sufrido hacía quince años a manos del alemán Max Schmeling, uno de aquellos triunfos que había encantado a Hitler porque le servían para defender su teoría sobre la superioridad de la raza aria pese a que Schmeling no simpatizaba con su causa y en cuanto pudo lo hizo notar. Después de primera derrota Louis siguió peleando. Ocho combates más, todos ganados a rivales de menor fuste. Bolsas modestas que iban directamente a las cuentas de fisco y que le permitieron ir recuperando su buen estado de forma. En el horizonte estaba pelear de nuevo contra Charles, arrebatarle el título, saldar su deuda y marcharse de nuevo del boxeo como campeón del mundo. Solo un gigante como él podía conseguir semejante logro.

Pero antes de pelear una vez más por el título Louis debía enfrentarse a un joven de origen italiano llamado Rocky Marciano que no había perdido ninguna pelea hasta ese momento y al que apodaban "la roca de Brockton" por su extraordinaria solidez y capacidad para resistir. A Joe Louis le garantizaron una bolsa de 300.000 dólares que casi le servían para liquidar sus asuntos con la Hacienda norteamericana. Eso y lo que ganaría en una hipotética pelea por el título mundial resolvería definitivamente sus problemas. La noticia, en cambio, generó sentimientos muy contradictorios para Rocky Marciano. Era un boxeador en crecimiento, cerca de su plenitud, convencido de ser el mejor del mundo, pero sentía una absoluta adoración por Joe Louis. Había sido su referencia en el boxeo, admiraba su estilo, su carácter y no le hizo gracia la idea de encontrarlo en un ring. Era un dios para él, como para la mayor parte de los estadounidenses que le habían visto ser campeón del mundo doce años seguidos, algo que nadie había conseguido hasta ese momento y que nadie ha igualado desde entonces. El entorno de Marciano, el púgil que adoptó ese nombre deportivo por la imposibilidad de un presentador de pronunciar su verdadero apellido Marchegiano, le convenció de que no tenía otra alternativa que enfrentarse a Joe Louis. Además, aunque cobraría una cifra notablemente inferior a la de su rival, ese dinero le permitiría cumplir su sueño de sacar a su padre de la fábrica de zapatos en la que trabajaba.

La pelea se pactó para el 26 de octubre de 1951 en el Madison de Nueva York. Marciano preparó a conciencia el combate porque para él suponía un desafío mayúsculo. Era demasiado pequeño para ser un peso pesado. Casi siempre se enfrentaba a tipos más altos y con los brazos mucho más largos. Esa dificultad se agravaba ante Louis que era un hombre de casi metro noventa. El entrenador de Marciano, Al Weill, había utilizado una máxima que decía que "si tienes un boxeador alto, hazlo más alto; y si lo tienes corto, hazlo más bajo". Por eso durante su carrera había decidido compactar aún más a Marciano para complicar la vida de sus rivales que no estaban acostumbrados a enfrentarse a esas condiciones. El de Brockton soportaba casi siempre el primer golpe para luego anticiparse a los siguientes movimientos con velocidad. Nadie boxeaba a gusto contra él.

Joe Louis había perdido buena parte de las condiciones que le habían convertido en intocable para el resto de los mortales. Su mano seguía siendo poderosa, pero no encajaba igual y sus reflejos tampoco eran los mismos. En el ring había diez años de diferencia (37 tenía Louis por 27 de Marciano) y durante las semanas previas el "Bombardero de Detroit" se afanó por prepararse a conciencia para lo que esperaba sería una pelea muy complicada.

El Madison vivió una de sus grandes noches. Se agotaron los boletos en pocas horas y el recinto de la Quinta Avenida lució como nunca, con lo más influyente y despiadado de la sociedad neoyorkina reunida para asistir a un gran espectáculo. La pelea fue la demostración del campeón que se iba para siempre contra el que llegaba a toda velocidad. Los años de diferencia fueron una losa imposible de levantar para Joe Louis que desde el comienzo se vio envuelto en una tormenta de golpes que Marciano dosificaba con prudencia consciente de que un error le podría condenar. El de Detroit se hizo viejo de golpe. Había resistido los quince asaltos contra Charles unos meses atrás, pero Marciano era una cosa mucho más seria. No lo detectaba, no le alcanzaba y cuando conectaba un golpe recibía de vuelta una serie que le iba minando su resistencia. En el octavo asalto todo se fundió a negro. Marciano conectó dos ganchos en su mentón y Joe Louis cayó fuera del ring, con las piernas sobre las cuerdas. El árbitro no llegó ni a contar.

En el vestuario Joe Louis, ante los periodistas, les dijo que todo se había terminado y que ya nunca más se subiría a un ring a pelear. "Schemelling me tiró al suelo después de golpearme cien veces, este chico lo ha hecho con media docena de golpes. Es hora de marcharse para siempre". Marciano, que estaba en una nube, apareció mientras su rival terminaba de vestirse y bromeaba porque le costaba peinarse debido al dolor que sentía en los brazos. Impresionado al ver sus magulladuras se abrazó a él y lloró. "Lo siento, Joe, lo siento" le dijo en presencia solo de los más fieles de uno y otro. "¿De qué sirve llorar? El mejor hombre ganó. Supongo que todo pasa para bien" fue la respuesta del viejo campeón.

Marciano volvió a su casa de Detroit. Fue directamente a la fábrica de zapatos donde trabajaba su padre y solo le dijo "ya no tienes que volver más aquí" y se lo llevó con él. Meses después se convertiría en campeón del mundo. Lo sería durante cinco años y se retiraría sin haber perdido ni uno de los 49 combates disputados. Joe Louis saldó casi toda su deuda con Hacienda gracias a aquella pelea. El Congreso le perdonó lo que restaba, pero se quedó sin nada con lo que vivir. Marciano siempre diría que la del Madison de octubre de 1951 fue "la única victoria que no disfruté".