En el Tumbe Kafe de Bitola, pese al 3-0 de Balaídos, el Celta estaba sufriendo. Vahcomicevski, delantero del Pelister, había rondado insistentemente la portería de Pinto durante la primera parte. Los celestes necesitaban seguir vivos en la Intertoto. La plaza para la UEFA se antojaba imprescindible para sostener la maquinaria celeste de la época. Encogido en el pasillo del pequeño estadio, el consejero Fernando Mosquera temblaba. "Tranquilo, Fernando, déjemelo", le contó Cáceres. Nunca supo Mosquera qué conjuro de roces camuflados y palabras masculladas empleó el central. Vahcomicevski acabó huyendo despavorido del área, malgastando sus minutos por las esquinas. El Celta ganó aquel partido.

Fernando Gabriel Cáceres ha asustado a la muerte como a Vahcomicevski. También ella vino a rondarlo aquella noche del 1 de noviembre de 2009 en que un Fiat Siena se le cruzó a su BMW en Ciudadela, a las afueras de Buenos Aires, y de su interior descendió el delincuente que le disparó una bala al ojo derecho. Los periódicos empezaron a escribirle la esquela. Casi una década después, contra todo pronóstico y erguido sobre sus piernas, Cáceres ha cumplido cincuenta años, alterando los protagonismos del suceso con su eterna socarronería: "Fui yo el que paró la bala con la cabeza".

No sorprende tanto a quienes lo conocieron en A Madroa. Cáceres, uno de los grandes centrales de la historia del Celta (1998-2004), ya había perdido la gracilidad de su etapa en el Zaragoza cuando llegó a Vigo. Pero había multiplicado su potencia incluso más que su astucia táctica. Pese a los excesos nocturnos -nunca fue un ángel ni pretendió parecerlo- y a un engañoso aspecto caduco, nadie era capaz de batirlo en las pruebas físicas, ni siquiera el joven más fogoso.

Cáceres, o sea, era capaz de imponerse a cualquier dificultad, incluso a él mismo. Siempre supo ocultar sus fragilidades, igual en la cancha que en el parte médico público, donde prohibía que anotasen sus males. Y esa voluntad forjada en sus vivencias de niño pobre le ha permitido llegar más lejos de lo que cualquier doctor le habría pronosticado. Ahora ya es incluso capaz de relegar la silla de ruedas y caminar apoyado en un bastón.

El fogonazo de Ciudadela le cegó un ojo a cambió de abrirle el alma. Cáceres se expresa en las entrevistas como alguien que ha vencido a sus propios demonios, además de a los ajenos. Dedica su tiempo a un club bautizado con su propio nombre que le sirve de herramienta para evitar que jóvenes del lumpen acaben como aquel que lo tiroteó. Viaja a sus lugares del corazón, como a Vigo. Y sueña con entrenar en la élite, quizás para susurrarle a algún defensa imberbe: "Ven, te enseñaré cómo se espanta a la muerte".