En una de las permitidas expediciones a la panadería, fui testigo de una curiosa situación. Me encontraba en la larga cola para entrar en el local (que solo permite dos clientes de cada vez) cuando una mujer, en ejercicio de la clásica picaresca española, trató de atajar la fila. El hombre que esperaba en primera posición enarboló el sentimiento de justicia y comenzó a abroncar a la señora: "¿Dónde está la educación?"; "¡Así va el país!". Ella, carente de una buena excusa, retrocedió hacia el final, no sin antes soltar algunos insultos al acusador. Los demás nos mirábamos con complicidad y media sonrisa.

La anécdota anterior ejemplifica cómo durante la peor de las crisis, y en medio de tantos gestos de solidaridad, hay personas que no abandonan el egoísmo. Siendo España un país de mayoría católica, sorprende el gusto por la soberbia, pecado capital. Estos individuos están convencidos su superioridad y creen que sus problemas son los más importantes. También se enrocan en sus posiciones ideológicas, tal y como plasmó Goya en "Duelo a garrotazos" hace doscientos años.

Este mal endémico de nuestra sociedad contamina un sector en especial: la política. No hay más que ver un pleno del Congreso para apreciar que todas las intervenciones comienzan por "yo", "mi partido", "ustedes son", etc. Además, las réplicas no son tal, pues no contestan nada, sino que reafirman el discurso ochenta veces repetido. Todas las propuestas, negociaciones y discusiones tienen lugar de espaldas a la ciudadanía, haciendo que el Congreso se parezca cada vez más a una fábrica de titulares y menos a una cámara de representación popular y debate.

Es necesario que se abandone la cultura del "zasca" para dar paso al diálogo y la transparencia. Aunque sea por deferencia hacia el resto de los ciudadanos, que ansían y merecen soluciones inmediatas. Todos los actores políticos deben darse una ducha de humildad y adoptar posiciones más constructivas de cara a buscar lo mejor para los españoles.