Sencilla, discreta, elegante y fiel a sí misma. Así apareció Meghan Markle en la capilla de San Jorge, en el castillo de Windsor, ayer, a las doce en punto (13.00 hora española), para contraer matrimonio con el príncipe Harry. Los rumores sobre quién haría el vestido, los bocetos falsos que se filtraron a la prensa para despistar y los mensajes de los que anunciaban que la actriz estadounidense se dejaría embelesar por las ornamentaciones del poder desaparecieron de un plumazo.

Ni grandes brillos, ni grandes volúmenes, ni grandes bordados. Ni Ralph & Russo, ni Stella McCartney, ni Erdem. La novia escogió un sencillo diseño de la británica Clare Waight Keller, al frente de la dirección creativa de Givenchy desde hace poco más de un año. Inspirado en un modelo vintage de la "maison" francesa, la ya duquesa de Sussex (título que reservaba para ella la reina Isabel II) rindió con su elección un homenaje a las musas de su profesión -con Audrey Hepburn a la cabeza-, seguidoras incondicionales del modisto. Su vestido, de silueta depurada, ligeramente ajustada a la cintura, con escote barco, manga francesa y realizado en seda natural, lanzaba un mensaje claro: las princesas de cuento han pasado a la historia.

Además, Markle quiso unir su personalidad con un guiño a la familia de su ya marido. Por eso, pidió a la diseñadora que bordara cincuenta y tres flores, una por cada país de la Commonwealth, en el remate de todo el velo de tul de seda, de cinco metros de largo, que lució durante todo el recorrido hasta el altar. También, cumpliendo con el protocolo, completó su look nupcial una tiara del joyero de la casa real británica. La joven actriz estadounidense eligió una imponente tiara de filigrana que fue propiedad de la reina Mary de Teck, abuela de la reina Isabel II, y que acompañó con unos sencillos pendientes de oro blanco y brillantes firmados por Cartier, un moño bajo desenfadado y un maquillaje de lo más natural.

Un estilismo que encajó a la perfección con el tono de la boda, en la que la tónica fue la cercanía y el protocolo menos estático. Aunque no se saltó la puntualidad británica, la novia sí decidió llegar al lugar de la ceremonia acompañada por su madre, y realizar el primer tramo del recorrido por el interior de la iglesia sola. Cuando llegó al altar, de la mano del príncipe Carlos, sólo dedicó gestos de complicidad y de amor hacia su prometido, ataviado con un impecable uniforme de gala del Ejército del ¬Aire. Las risas de todos los asistentes al escuchar el "sí, quiero" de Harry, el coro góspel cantando "Stand by me", los votos de Meghan sin pronunciar la palabra "obediencia" hacia su marido, el inspirador sermón del obispo afroamericano Michael Curry en el que no faltaron las alusiones a los derechos civiles y a Martin Luther King? son sólo algunas de las anécdotas que han convertido la boda del año en la boda más rompedora. Sin duda, una ceremonia real que pasará a la historia.