Dice Woody Allen que ya está demasiado viejo para interpretar los papeles de sus protagonistas masculinos, pero a veces, como esta, se echa de menos su adorable combinación de cordero degollado y carnicero existencialista. Con todo, ese espíritu se transmite a la perfección en esta comedia "dulceagria", más que agridulce, atendiendo a su evolución, donde nada ensombrece una de las aportaciones al cine más fotogénicas del realizador.
Algo de culpa tendrá el maestro Sttoraro, que elevó, si cabe, el nivel de elegancia con una fotografía primorosa y refinada, pero Allen es el principal responsable. Todos sus temas fetiches están ahí, agazapados, preparados para saltar como un resorte y provocar unas rehabilitadoras risas mientras nos cuenta por enésima vez una historia sobre el amor y la vida. Y al final la cosa funciona, y funciona muy bien.
