Alguno se quejaba de que Peter Jackson estiró demasiado las nuevas aventuras de sus pequeños amigos hobbits. Pero al menos el realizador neozelandés garantizaba entretenimiento. En el caso de "Los juegos del hambre", los espectadores no solo tienen la misma sensación de expansión etérea injustificada, sino que además se enfrentan a la ansiada línea de llegada del maratón con un jarro de agua fría: el ímpetu inicial y el interés por la distópica sociedad que se planteó al principio pierde fuelle hasta desinflarse casi del todo. Por no hablar de que el final se alarga con coda y epílogo y de que peca de previsible. La llama se apaga y lo hace languideciendo y con poco estruendo.