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¡Oh, soledad, alegre compañía de los tristes!

La soledad existe y duele, pero nunca hubo tantos modos de enmascararla.

La soledad, cuando no pedíamos a la vida más que poder sobrevivirla, era poco más que la circunstancia de estar solo o sin compañía; a lo máximo , un sentimiento de tristeza o melancolía que se tiene por la falta, ausencia o muerte de una persona. En el presente los habitantes del mundo desarrollado han desarrollado a su vez tantas habilidades para sentirse solos que más bien pareceria que exigimos a la vida que se nos ha dado más felicidad o suerte de la que han imaginado alguna vez nuestros antepasados. Hasta hace poco las gentes vivían en comunidades rurales en su mayoría en que la soledad parcialmente acompañada formaba parte de la naturaleza del ser, de la normalidad de la vida cotidiana, no entraba en el índice de preocupaciones de los vecinos porque era una majadería, una sensiblería propia de poetas ante preocupaciones de mayor calado como sobrevivir ante las miserias de la propia vida. Con el paso del tiempo nos hemos ido concentrando en grandes ciudades, hemos establecido lazos de conexión y ayuda inauditos para nuestros mayores y, sin embargo, oímos cada vez más quejosos lamentos: "Estamos todos tan juntos y, sin, embargo, todos estamos muriendo de soledad", escribe un tal Leo Buscaglia, y hasta Amaral canta en El universo sobre mí: "Necesito alguien que comprenda / que estoy sola en medio de un montón de gente". Vale, vale, no vamos a pensar con Baudelaire que la soledad sea el estado propio del genio y del elegido, pero tampoco vamos a convertirnos en un coro de plañideras desmadejadas y lloricas por padecer algo que ha sido normal hasta hoy en la existencia de nuestros antepasados de aquí a China. Lo que ocurre es que ahora a todo le ponen nombre y entra a formar parte del vademécum psiquiátrico.

Tú como imaginas a tu abuela, en un medio rural en que la gente se levantaba con el sol y se acostaba con su marcha, en que no había electricidad que permitiera al menos un mueble acompañante como un televisor y por tanto un programa ruin como Sálvame para encenagarse en el lodo y los más bajos menesteres de la condición humana? ¿Crees que se moría de soledad por no existir un teléfono que aliviara el silencio de su casa, solo apaciguado por las tertulias ante el fuego? ¿Cómo podría contarle al psiquiatra sus penas de soledad si tal circunstancia no estaba tipificada todavía como mal y, para más inri, no existían psiquiatras que dieran categoría a padecimientos que solo podrían ser de ricos?

Yo el martes estuve en el Casino de Salamanca oyendo a Inocencio Arias hablar de su ultimo libro, "Yo siempre creí que los diplomáticos eran unos mamones", y vi ocupada hasta la última silla. Al día siguiente me fui al Aula Magna de Filología, en ese hermosísimo Palacio Anaya frente a la catedral salmantina, a oír la presentación del libro Concisos, que reúne a los más granado de los aforistas españoles como Carmen Canet o Antonio Colinas, y también había gente, si bien no digo universitarios porque esos están a otros menesteres. ¿Había allí mucho público acompañándose pero solos en su interior? Quizás, pero tenían ante sí para distraerse una de las mil maneras de hacerlo que hoy se le ofrecen a un ciudadano si quiere salir de casa, en estos casos cultas porque de las pensadas para comunes tendrían millones, pero con igual fin podría elegir sin salir de su casa desde el teléfono a Internet pasando por la tele. Incluso podría coger un libro. La soledad existe y duele pero nunca hubo tantos modos de enmascararla.

Pero es que hoy los periodistas deben ver un filón informativo en la soledad, un manantial de posibles artículos lacrimógenos sobre su crecimiento en las ciudades -la soledad en medio de la multitud- y los psicólogos un maná para sus consultas, y yo me pregunto si no nos estaremos quejando artificialmente de algo que siempre acompañó a la condición humana y que ahora, con nuestra cada vez más baja resistencia al dolor y cada vez más alta escala de derechos, hemos convertido en problema crucial. ¡Pero si hasta nos creemos con derecho a ser felices y nos dan pastillas para no sufrir tanto su ausencia!

Sí, si, ya sé que la historia de las ciudades contiene la fascinación que provocan pero también el pánico y la soledad a la que pueden abocar a sus habitantes. Que en la literatura hay sobradas obras como La ciudad solitaria que muestran que es posible sentir abandono y desolación viviendo cerca los unos de los otros y eso hasta lo escribió ese tipo, Laing, que lo complicó todo. Pero la historia de la soledad es más antigua que los libros y hasta hace poco no andábamos por ahí llorosos por ello.

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