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SÁLVESE QUIEN PUEDA

Nostalgia de escuchar su risa loca

El encuentro por vez primera de una cuarta generación femenina con la primera en el pueblo de origen familiar. F.F.

No sé si la Fundación Mapfre continuará itinerando con su preciosa muestra fotográfica de Nicholas Wilson, pero al ver ayer esa admirada serie suya sobre las 4 hermanas Brown, entre ellas su mujer, a las que fotografía cada año desde hace 40, me pregunto qué sentirán ellas al verse evolucionar desde la adolescencia a la madurez. ¿Nostalgia quizás del tiempo que se le ha ido y se expresa en el número de arrugas, el color de pelo, el ablandamiento de las formas antes rotundas? "La nostalgia ya no es lo que era", escribía irónicamente Simone Signoret en sus memorias. ¿Os acordáis de que hubo tiempos en que escribíamos cartas y esperábamos ansiosos la llegada del cartero? Parece que con tanto presente y futuro de cambios vertiginosos como los que vivimos, ni siquiera la nostalgia puede perdurar. A pesar de mis años yo he tenido la suerte de resistir a esa memoria nostálgica, ese viaje imposible pero añorado al pasado. Diría que la resistencia a ese dolor que a veces produce la memoria de la pérdida es mayor si sientes lleno y ocupado por el amor tu presente, y observas el tiempo pasado desde la gratitud y no la añoranza, la soledad o la obsesión por repetirlo. Es cierto, hay momentos en que tiembla esa sensación de afianzamiento en el presente, por ejemplo en estos días navideños que delatan las ausencias en las mesas, te reúnes con personas que han sido capitales en tu vida... o como cuando uno de tus hijos visita las tierras de tus mayores y te envía fotos de esos familiares y lugares que forman parte de los veranos de tu infancia, cuando los españoles urbanitas nos íbamos meses enteros a pasar el estío a nuestros pueblos de origen.

Esas fotos que me acaban de llegar suscitan el regreso a los contextos que nos construyeron durante la infancia, en mi caso a un hermoso pueblo llamado Puentenansa sito en la montaña cántabra en que cada verano de mi niñez volvía a encontrarme con mis abuelos maternos, una multitud de tíos que han ido muriendo, de primos carnales... En una de esas imágenes aparece la única hermana viva de mi madre, la tía Lola, sonriente a sus 90 junto a la tía Rosa, y con ella los mismos gestos y risas locas, la misma piel blanquecina que me devuelven la cálida memoria materna, pero hay algo que me emociona y es ver a su lado a mi hija y a mi nieta de pocos años que por vez primera visita esa patria anterga de mis genes, constituyendo en la foto cuatro generaciones de mujeres. Cuando aparece besándola mi tía, su tía bisabuela, siento ese cordón umbilical que une a las familias a lo largo de generaciones, y a la familia como refugio de las inclemencias de la vida.

Veo el paso de los años en esa foto y cómo aquellas que nos asistieron son ahora asistidas por sus hijas. Veo la foto, recuerdo cómo cuidaban las mayores a sus pequeñas y cómo son ellas ahora las que se encargan de cuidarlas. Las mujeres se preocupan de atender a los hijos cuando nacen y crecen; a los mayores cuando envejecen o dejan de tener autonomía por sí mismos; a los enfermos de la familia... Hay dos momentos clave en los que se necesita apoyo para sobrevivir, la infancia y la vejez, y ahí están ellas. Las familias son cada vez más igualitarias, las tareas del hogar se comparten, pero esta evolución sufre un "parón" cuando en las mismas hay una criatura o una persona dependiente y es la madre, la esposa o la hija las que vuelven a asumir ese rol de cuidadoras que les asignó la sociedad patriarcal, ante la incompetencia habitual del varón. Todo eso está en la foto.

E l mismo riesgo de nostalgia o añoranza puede acecharme cuando, dentro de unos días, tenga la reunión anual de mi pandilla de los 15 y 16 años, ese tiempo en que entrecruzamos primeros amores, ilusiones, emociones... Esos años que en mi caso coincidieron con los primeros discos de Beatles o Rolling en el extranjero y aquí los de los Brincos o los Sirex. Igual que aquellos cálidos veranos de la infancia en que descubríamos nuestros orígenes rurales, nos reencontrábamos con nuestros abuelos y aprendíamos las revelaciones de la naturaleza en todo su esplendor vegetal, las primeras pandillas de la adolescencia constituyen un substrato de nuestras emociones de imposible olvido, y yo tengo la suerte que la primera mía sigue viva y coleando casi sin bajas, aunque aquellas espléndidas jovencitas sean ahora espléndidas matronas y abuelas. Entre estos amigos hay algunos que viven esa añoranza con dolor, quizás porque su presente no puede sustituir por otras ilusiones aquellos tiempos, pero yo la vivo con gratitud y sentido positivo. Como un regalo de mi memoria.

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