La Feira Franca 2017 cumplió ayer su XVIII edición. Un evento que nació para exprimir las posibilidades de una Pontevedra peatonal, explicó ayer su alcalde, Miguel Anxo Fernández Lores, y que ha ido creciendo año tras año hasta límites insospechados.

No en vano, esta recreación de hace seis siglos adquirió en 2013 el reconocimiento del Consello de la Xunta como Fiesta de Interés Turístico de Galicia. Este hecho le valió convertirse en un atractivo cultural de especial relevancia en la comunidad, con acceso a líneas de promoción y financiación a través de la Xunta de Galicia.

A la presencia de pontevedreses acostumbrados a adaptarse al viaje a la Edad Media, se añadía ayer la de un buen número de visitantes de diferentes partes de Galicia y de fuera de ella. La presidenta de la Diputación, Carmela Silva, que junto al alcalde de la ciudad, concelleiros y algún diputado se vistieron de acuerdo al signo de los tiempos, el siglo XV, destacaba el efecto del auge turístico, del que ofrecerá datos en los próximos días.

Tras la declaración a nivel gallego, el siguiente reconocimiento sería el de fiesta de interés nacional, algo que barajó el Concello en su momento. "Es la madre de todas las fiestas", resumía Lores ayer para referirse a la Feira Franca.

Otra ciudad

Pontevedra era otra ayer. En la frontera entre la antigüedad y la modernidad, a punto de cruzar uno de los últimos pasos de cebra previos al casco histórico, un hombre vestido como Robin Hood se apresuraba a guardar en la riñonera, oculta bajo la casaca, su teléfono móvil. Maniobraba con cautela, como si se sintiera culpable, sabedor de que el túnel del tiempo aceleraba, que la Boa Vila está de Feira Franca y que en el siglo que aguardaba al otro lado no recibiría llamadas. Miles de personas le esperaban ya en la Edad Media.

Toda la ciudad giraba en torno a lo que ocurría en la zona monumental y el camino hacia ella ofrecía una transformación progresiva. Las fachadas se iban cubriendo de estandartes, los vestidos dejaban de ser fabricados en Taiwán y la piedra del suelo se cubría de paja.

Antes de acabar la calle Oliva, un padre, piernas depiladas como última concesión, ayuda a subir a la acera el carro del niño. Carro de madera, ruedas de madera, padre e hijo vestidos con una suerte de sacos de idénticos colores. La praza da Ferrería, cruzada la Porta de Trabancas, ofrece la perfecta estampa de la fiesta. Las mesas de las terrazas dispuestas desde la mañana con sus filas de platos de hoja de pino, cubiertos de madera, tazas de barro. Nada debe escapar al regreso al pasado, salvo algunos despistados que no recordaron las normas de vestimenta o aquellos que bajo los soportales bailan una cumbia.

Multitud de puestos ofrecen sus productos manufacturados a la plaza repleta de viandantes. Una hilera de pieles cuelga ante la frutería y unos metros más adelante, Mercedes hace correr una pequeña caja de madera que contiene un ovillo, la lanzadera, bajo la trama de lino que teje. "Venimos da Costa da Morte, somos de Zas. Allí aprendimos a trabajar el lino de nuestros mayores. Llevamos ya años viniendo a Pontevedra a esta fiesta", explica.

Cerca de Mercedes, a un costado, a Alberto le torturan cada media hora. Él lo acepta con resignación y exige a los profesionales que le tumban y atan que, al menos, hagan bien su trabajo. El público se congrega alrededor y jalea la operación.

A la altura del Museo, Antonio Alfonsín se detiene junto a su mujer. Hace 18 años, tantos como Feiras ha habido, que Antonio desfila en esta fiesta. No ha querido perdérselo nunca, aunque ahora lo haga sentado en una silla con motor porque, dice él, "ya he jugado el partido, estoy en la prórroga" y la cadera no perdona. Lleva 67 años casado con Nati, que sonríe a su lado vestida de dama de la nobleza.

"¡Moneda, billete o Iphone 7!". Un hombre de gran joroba entra en escena agitando su pandereta para pedir una ayuda económica con esa frase. Ríen todos salvo una pequeña, asustada. El jorobado le pregunta; pero en su defensa salta un caballero, que aún no llega al metro de altura, espada y escudo en mano, y contesta al desconocido: "Se llama Clara y es mi amiga". Y vence su particular batalla.

En la calle Sarmiento, otro año más, la gente se arremolina en los costados. Llega el Ribeiro en triunfal cabalgata. Con ligero retraso, los gaiteiros anuncian la entrada del vino. Tras ellos, un pequeño ejército de arqueros, malabaristas que saltan al ritmo de la música, cabezudos que bailan mirando a los lados y hasta dragones que escupen fuego. Es, definitivamente, otro tiempo.