Ya, con la edad, soy capaz de recordar el momento en el que Richard Loncraine estrenó aquella adaptación soberbia de "Ricardo III", trasladada con Ian McKellen en el rol principal a una mezcolanza de eso que podría haber sido Europa a principios del XX y que terminó en la Segunda Guerra Mundial.

A pesar de una carrera desigual, el cineasta británico ha ido intentándolo una y otra vez y moviéndose sin descanso de la televisión al cine. Este transcurrir le ha llevado hasta "Ático sin ascensor", una especie de telefilme con guión basado en el bestseller de Jill Ciment. Lo mejor que se puede decir de esta película es que no tiene muchas más intenciones que las que uno se puede imaginar al ver el trailer. Un matrimonio de ancianos, el de Freeman y Keaton, se plantea vender su apartamento porque ya comienzan a tener dificultades físicas para subir las cinco plantas por las escaleras.

Esto les produce una sensación de amargura, nostalgia y pena que el guión se empeña en recalcar a través de unos flashbacks al inicio de su relación y de la dependencia de los protagonistas con su perro enfermo.

Poco hay que sacar a "Ático sin ascensor" más que el esfuerzo de sus dos actores principales y una pequeña reivindicación de los derechos de los negros americanos, que se adquirieron en Estados Unidos muy trabajosamente y que aún sangran a la mínima que la cosa se pone tensa. El resto, empantanado por su amabilidad y su previsibilidad, se basa en el sentimentalismo y en abandonar a Keaton y a Freeman a su suerte. Con esos mimbres, especialmente dolorosos cuando hay tanto que contar sobre la vejez y el amor en epílogo, no cabe esperar casi nada.