Isidoro Valcárcel Medina (Murcia, 1937), Premio Nacional de Artes Plásticas 2007, es un rara avis en un mundo del arte donde la mercadotecnia pesa tanto o más que la creatividad. Este artista conceptual –aunque él prefiere el término autor, menos grandilocuente, asegura– vive al margen del mercado del arte porque ni le preocupa vender ni formar parte de una colección.

"No sé en qué consiste ni me preocupa, aunque lo veo un poco triste. Y la culpa es de los autores. El autor puede pasar de las componendas, pero cuando no pasa el mundo del arte está en una mala situación. Ahora, mientras haya un primo que pague...", sostiene Valcárcel, que ayer estuvo por primera vez en Vigo, donde participó en el curso "Producción artística y cultural desde 1968 a nuestros días" del MARCO que imparte Juan de Nieves, con quien conversó sobre su trayectoria artística y el arte.

Tampoco ha necesitado dejarse absorber por la ley de la oferta y la demanda porque prefirió que fuera la arquitectura la que le diese de comer. "El arte es actuar en la vida conforme a tus criterios. Decir que no he vendido ninguna obra es literatura. Alguna he vendido. Vendo siempre y cuando el comprador me guste", reconoce. Esta filosofía explica su ausencia en colecciones museísticas, que considera paralizantes. Y no es que se niegue a cobrar por su trabajo, pero rechaza las cifras astronómicas que fija el mercado.

Por su intervención en el proyecto "Constitución 1812" del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba) cobró 900 euros, la tarifa de un pintor de brocha gorda por pintar una pared, y otra se quedó en propuesta porque pidió poco. "¿Una cosa barata no puede hacerse?, ¿A lo barato no jugamos? Esos mismos se rasgan ahora las vestiduras porque no tienen dinero, pero siguen sin hacer una cosa que por naturaleza sea barata. Me encanta que estén en crisis. Así espabilan: los autores en primer lugar y las instituciones también", dice.

Tampoco comparte la cultura como producto mediático. "Hay una especie de publicidad de la cultura que no tiene nada que ver con esta, una difusión impositiva de la cultura que no da lugar a una sosegada asimilación y reflexión", se lamenta.

Aunque no se considera un rebelde, lo cierto es que siempre ha sido un artista singular, incómodo, insobornable. Con el Reina Sofía protagonizó su propia cruzada, cuando en 1996 el centro le invitó a presentar un proyecto, para el que solicitó los presupuestos de las últimas exposiciones del museo, documentación que no obtuvo a pesar de tratarse de una institución pública. Comenzó así un periplo que le llevó hasta el Defensor del Pueblo, que le dio la razón, tras reclamar al Ministerio de Cultura y al Congreso de los Diputados, y el proyecto no se realizó. "Gané porque perdí. El autor siempre pierde ante el museo porque el individuo ante el poder de las instituciones es una cosa sin trascendencia", explica.