"Como un reguero de pólvora extendiose en la mañana de ayer por Pontevedra una tremenda y desconsoladora noticia€."

La prensa local del 27 de enero de 1913 iniciaba de esta guisa su insólito relato sobre el repentino fallecimiento de Ravachol, el loro de la farmacia que don Perfecto Feijóo regentaba junto a la plaza de la Peregrina, quien rivalizaba en popularidad con su dueño y mentor. Ayer se cumplió, por tanto, el centenario de tal efeméride.

Desde entonces hasta hoy, en torno a la vida y obra de Ravachol está ya dicho y escrito casi todo. Tanto lo que es cierto y verdad, como lo que no lo es pero merecería serlo. Realidad y fabulación se entremezclan sabiamente en la deconstrucción de su sorprendente biografía, y casan bien cuando se trata de semejante plumífero de armas tomar y origen desconocido.

El mito del loro más bullanguero responde a la obra conjunta de autores muy destacados, desde Prudencio Landín Tobío hasta Enrique Fernández-Villamil, pasando por Francisco Portela Pérez. No en vano, desde el carnaval del rey Urco de 1877 que promovió Andrés Muruais, no se recordó en mucho tiempo un festejo igual que aquel gran entierro, que tuvo como broche final una "criminal velada" en el Teatro-Circo de Las Palmeras.

Tras correr de boca en boca el triste deceso, quien más quien menos en aquella pequeña capital provinciana se sintió obligado a poner cara triste, verter alguna que otra lágrima de cocodrilo, y trasladar su afligimiento al gaitero y fundador de coro Aires da Terra. Y don Perfecto vio la ocasión que ni pintada para montar una juerga sonada.

Tres días después, con el loro convenientemente embalsamado por Paco Moya, un conocido practicante que tampoco perdía la ocasión de implicarse en cualquier sarao festivo pese a su condición de jorobado que le restaba posibilidades, la sociedad Recreo de Artesanos acogió la reunión preparatoria del último adiós a Ravachol.

El día señalado, 5 de febrero, miércoles de ceniza para más inri, se repartió por toda la ciudad un bando rubricado por los albaceas testamentarios, que excitaba al vecindario para acudir a las siete de la tarde a la plaza de la Constitución y sumarse a la comitiva fúnebre. Todos a una, como en los grandes momentos históricos, los pontevedreses no fallaron y participaron en masa, sin distinción de sexos, edades, profesiones o ideas políticas€

Caballeros medievales sobre hermosos corceles abrieron la marcha, seguidos por numerosas comparsas. Tres imponentes carrozas de Recreo de Artesanos, Liceo Casino y amigos de don Perfecto compusieron el núcleo central, portando al loro disecado. Detrás circularon otros siete coches, algunos enmascarados con faroles y grupos de máscaras, junto a la banda municipal. De nuevo un inmenso gentío no sabía bien si reír o llorar, que tanto montaba para semejante ocasión.

Disuelta la comitiva tras su apoteósico recorrido, mucha gente no quiso perderse en el Teatro-Circo una "velada infausta de arte cómico-lírico-rapsódico-romántico-sentimental" a precios populares y a beneficio de la Casa Hospicio y de las Hermanitas de la Caridad.

A destacar del programa una latomanía biográfica llena de excesos, pero sin exabruptos, a cargo de Isidoro Buceta, presidente de la Sociedad de Artesanos; una endecha recitada por Bianca Della Porta, que no era otro que Antonio Blanco Porto travestido; y una actuación del mismísimo Cervera Mercadillo transmutado en el signore Vittorio, entonando una canzonetta coreada por todo el público.

El entierro de Ravachol hace cien años no fue una simple coña marinera, sino que resultó una muestra singular y exquisita del tradicional humor pontevedrés, a punto de alcanzar su máximo esplendor en un tiempo difícil.

La vulgar recreación que se realiza hoy de aquel tragicómico suceso que puso patas arriba esta ciudad, resulta un mal sucedáneo de la trama ideada por don Perfecto Feijóo. Desde la desaparición de la gran comparsa de Los Shivaritas, entusiastas compañeros de correrías del loro resucitado hace casi treinta años, y después del paso atrás dado por sus padrinos Bibiana Araujo y Víctor González, nada volvió a ser igual en torno a esta celebración lúdica.

Si aquel indomable y ocurrente Ravachol levantara la cabeza y se encontrara con esta mala caricatura, más de uno y de una tendrían que salir por piernas, al son de su célebre amenaza: "¡Si collo a vara...!".

El error de don Prudencio

Las aventuras de Ravachol compusieron una de las crónicas más celebradas que don Prudencio Landín Tobío incluyó en su obra coral "De mi viejo carnet". De su divertido testimonio bebió Pepe González, popularmente "Pepe Shiva", el promotor de la recuperación del entierro en la programación carnavalesca de mediados de los años 80, tal y como se conoce hoy.

El caso es que don Prudencio deslizó un error de bulto al datar el fallecimiento del inefable loro el 8 de marzo de 1913; es decir, casi un mes y medio después. A fuerza de repetirse o copiarse su relato por unos y otros, esta equivocación ha seguido viva, aunque no con carácter generalizado. De modo que al cumplirse este centenario parece obligada la oportuna rectificación histórica, sin restar mérito alguno al gran cronista pontevedrés.

En realidad, Ravachol murió en la mañana del domingo 26 de enero, y tan luctuoso suceso fue recogido al día siguiente por la prensa local y regional, como demuestran las hemerotecas. Al día siguiente se embalsamó el cadáver, y don Perfecto Feijóo y sus amigos comenzaron los preparativos del entierro y funeral, que tuvo lugar el 5 de febrero, miércoles de ceniza.

Al miércoles de ceniza, pero sin ponerle día exacto, sí alude correctamente don Prudencio en su crónica sobre el jocoso entierro. Este baile de fechas, que nunca se corrigió en las posteriores ediciones de su gran libro, le jugó una mala pasada.

"¡Un patacón de manesia!"

Además de su popular amenaza de "¡si collo a vara...!, ¡si collo a vara...!", que a tantos chavales hizo salir por piernas de la farmacia, Ravachol aprendió otros muchos interjectivos, chanzas e improperios de variada procedencia para regocijo del personal.

Jaime Solá, director de la revista Vida Gallega, escribió a su deceso una fina crónica donde recreó el origen de otro grito de guerra menos conocido: "¡don Prefeuto, un patacón de manesia!".

Resulta que las campesinas aprovechaban los días de feria que bajaban hasta la ciudad para comprar algunos productos en la reconocida botica, y cuando tardaban en salir a atenderlas desde la trastienda, golpeaban el mostrador de mármol con sus monedas de diez céntimos (el popular pataco o patacón) al tiempo que berreaban: "¡don Prefeuto, un patacón de manesia!". Unas veces era magnesia, claro, y otras era cerato el producto que pedían para sus labores agrícolas.

Aquel grito impactó tanto a Ravachol que enseguida pasó a asumirlo como propio. De forma que en cuanto la campesina de turno entraba en la botica y empezaba a oírse el tintineo de las monedas que rebuscaba en su faltriquera para hacer el pago correspondiente, el loro ya anticipaba el deseo de la clienta: "¡don Perfeuto, don Perfeuto, un patacón de manesia!".

Realmente esta llamada precisaba el tipo de clientela que acababa de entrar, frente a otros avisos más generalistas como "xente na tenda" o "don Prefeuto, parroquia".