Aunque su salud maltrecha no constituía secreto alguno para ningún pontevedrés, nada hacía presagiar un fatal desenlace. Muy consciente de que su estado de salud era delicado, José Riestra López, marqués de Riestra, había dejado atrás su intensa actividad, tanto política como empresarial, y se cuidaba mucho.

Ilustres galenos como el doctor Moreno, de Madrid, o el doctor Bahamonde, de Santiago, le habían asistido de sus primeras afecciones estomacales. Posteriormente, las úlceras se agravaron y su situación se hizo preocupante. Pero remontó la decaída en el último año.

Por consejo médico pasó el otoño en Santiago de Compostela. De regreso a Pontevedra se encontró muy bien e incluso volvió a salir de casa, y se dejó ver por la ciudad, cosa que no había hecho en mucho tiempo.

La tarde soleada del martes 16 de enero de 1923 optó por dar un paseo en coche hasta A Caeira y disfrutar de aquel día primaveral en compañía de su buen amigo Rafael Lenard, director de la sucursal del Banco de España. Tras regresar pronto a su domicilio en Michelena 30, descansó, y luego se acostó temprano.

De madrugada, se sintió mal repetinamente y los médicos que acudieron nada pudieron hacer por salvarle la vida. El marqués de Riestra, que había cumplido 70 años, tuvo una rápida agonía y murió en paz, a la siete y media de la mañana del miércoles 17, rodeado de su mujer María Calderón Ozores y de todos sus hijos.

La triste noticia se propagó rápidamente por toda la ciudad y causó una conmoción general. El Ayuntamiento y la Diputación celebraron aquella misma mañana sendos plenos extraordinarios para expresar sus respectivos pesares. Todas las sociedades recreativas, desde el Liceo Casino hasta el Recreo de Artesanos, pasando por el Círculo Católico, enlutaron sus balcones. Y se suspendieron las actividades previstas, tanto culturales, como deportivas y sociales.

El capitán general, Artero Rubín, máxima autoridad de la región gallega, enseguida se desplazó en coche hasta Pontevedra para presidir el duelo, que se instaló en el vestíbulo de la casa mortuoria.

El servicio de telégrafos de Pontevedra se las vio y se las deseó a partir de entonces para atender tantos y tantos telegramas de condolencia y pesar que empezaron a llegar de toda España: nobles, políticos, banqueros, arzobispos, industriales, etc. La propia Isabel de Borbón firmó el telegrama enviado por la Casa Real.

La iglesia de San Bartolomé resultó insuficiente y tuvo que abrir sus puertas para acoger de forma simbólica a cuantas personas quisieron participar en el solemne funeral, que tuvo lugar al día siguiente, a las once de la mañana, oficiado por el arcipreste de la catedral de Santiago, Cándido García. Majestuosa sonó aquella mañana una misa de réquiem, cantada a cuatro voces por Mercadillo, Fraga, Boullosa y Lores, bajo el acompañamiento de la orquesta y coro del maestro Tabaoda.

Si multitudinario resultó el funeral, qué decir de aquel impresionante entierro. Pontevedra entera se paralizó para participar o seguir el paso del cortejo, que partió a las tres y media de la tarde. Nunca se había visto tanta gente en la calle, y hacía mucho tiempo que no coincidía en la ciudad un plantel tan grande de relevantes personalidades.

Los senadores Pan de Soraluce, Calderón y Lema; los diputados Mon Landa, Barreras Massó, Moreno Tilve y González Garra, o los banqueros Juan Manuel Urquijo y Marcelino Blanco, junto a parientes ilustres como Antonio del Moral, Francisco de Federico, Alfredo Moreno, Vicente Calderón, Ventura Villar y Manuel Sanjurjo.

El marqués de Riestra fue amortajado de forma muy sencilla con el hábito de San Francisco en un féretro nada suntuoso. Encima se extendió un gran crucifijo de plata y los mantos con sus insignias de la cofradía de San Roque y de la Asociación Protectora del Obrero.

Desde la casa mortuoria hasta el Gran Hospital, el féretro fue portado a hombros por camilleros de la Cruz Roja en medio de una multitudinaria comitiva. El tramo final hasta el cementerio de San Mauro se hizo en coche. Finalmente, el féretro fue introducido en el panteón familiar por un grupo de empleados de su Casa de Banca.

Como primer gesto altruista tras el fallecimiento de su marido, la marquesa de Riestra desempeñó a finales de mes un total de 140 lotes de efectos pertenecientes a familias humildes. El Monte de Piedad tuvo que establecer un horario especial de tres a cuatro y media de la tarde para la recogida correspondiente por parte de sus legítimos propietarios.

Reconocimiento unánime

"Extraordinaria intuición política", "carácter extremadamente bondadoso", "espíritu profundamente democrático", "cautivador don de gentes"€"En fin, el político ecléctico, el político sin odios ni venganzas, el político tolerante y comprensivo que aprovechaba toda su influencia en volear el bien"€

Ni una sola aproximación al arquetipo de cacique por excelencia de la Restauración en esta provincia, que tanto ha gustado a cierta literatura historicista, asomó en las semblanzas publicadas tras el fallecimiento del marqués de Riestra. Más bien al contrario. Todos, sin excepciones, se rindieron ante un hombre extraordinario que hoy quizá deslumbra todavía más como empresario innovador, que como político avezado.

Un periódico tan poco sospechoso como Galicia, bajo la combativa dirección de Valentín Paz Andrade, que nunca perdía la ocasión de golpear el decrépito caciquismo y fustigar al político de turno, aseguró en su portada al anunciar el fallecimiento:

"El marqués de Riestra ha sido, sin duda, el político contemporáneo más influyente de Galicia. Esa hegemonía política la logró el ilustre muerto sin violencias y sin traiciones. En este aspecto la personalidad del marqués fue una singularísima excepción".

En este reconocimiento unánime que le brindaron sus muchos amigos y sus escasos enemigos pudo influir, en todo caso, el absoluto alejamiento de la política activa que mantuvo en los últimos años, tras haber fraguado más de un gobierno de España en su propia casa.

"Bienhechor de la provincia"

La filantropía del marqués de Riestra no tuvo límite, y por eso su referencia ocupó un lugar muy destacado en cuantos obituarios y recordatorios se escribieron en torno a su fallecimiento, como un rasgo característico de su singular personalidad.

Un gesto inmenso fue la cesión que hizo de su residencia en A Caeira para acoger a los heridos de la guerra de Cuba. Aquel palacete se transformó en un hospital de campaña y todos los gastos que generó corrieron por su cuenta. Incluso cubrió los pagos a médicos y las compras de medicinas.

Igualmente sufragó la Cocina Económica, donde se daba de comer diariamente a muchos pobres. Una propiedad suya albergó la Sociedad Económica de Amigos del País, que impartió formación y enseñanza a miles y miles de obreros. Otro tanto ocurrió con la Asociación Protectora del Obrero y con la Sociedad Artística Musical, que también ocuparon inmuebles suyos.

Con su esposa compartió apoyos no menos generosos, que permitieron la fundación de la Casa Cuna y el sostenimiento de los Exploradores. El Hospital, el Asilo y la cárcel, a la cabeza de los centros más necesitados, recibieron siempre los alimentos que requerían en las fechas más señaladas.

Y más allá de sus gestos públicos, Riestra atendió incontables necesidades de pontevedreses en apuros que nunca trascendieron por su discreción absoluta.

Con razón más que sobrada la Diputación le otorgó el título honorífico de bienhechor de la provincia", que no tuvo nadie más.