Los obispos se han tiznado la faz con las pinturas de combate, han desenterrado el hacha de guerra y se han puesto a danzar en torno a la hoguera. ¿Por qué? Porque no les gusta, dicen, la asignatura de Educación para la Ciudadanía.

¿Por qué no les gusta? Porque no se compagina con sus doctrinas. ¿Y qué tienen que ver las doctrinas y las ideas creenciales de los señores obispos y de sus partidarios con la instrucción pública, que por serlo ha de servir para todos, esto es, para los católicos, los protestantes, los ateos, los agnósticos, los musulmanes, los judíos, los animistas, los panteístas, los ortodoxos y los adventistas del Séptimo Día? Nada.

El respeto a los demás, valor esencial consagrado por la lógica y por el Derecho Natural, es una vía de doble sentido: no puede recabarse el respeto debido a las propias creencias si uno no respeta las de los otros. Sin embargo, en lo tocante a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que bien podría llamarse Educación a secas, el asunto trasciende de ese elemental enunciado, pues el respeto al Estado democrático y a la Ley no equivale al respeto a un grupo o a un sector social, económico, ideológico o doctrinal, sino a todos, pues todos se guarecen bajo el techo de esa casa común.

La educación, la ética y la urbanidad, con sus anexos de higiene, decencia cívica, puntualidad, apoyo mutuo, tolerancia, simpatía, afectividad y buen comportamiento (pilares todos ellos, a su vez, de la libertad), son exigencias comunes a todos, de suerte que ese combinado de derechos y deberes que componen la educación, la buena educación, debe ser conocido, aprendido y, a poder ser, perfeccionado, por todos los niños, y no sólo para que un día sean ciudadanos dignos de ese nombre, sino porque ya lo son y merecen y necesitan esa enseñanza. ¿A los obispos no les gusta eso? No deja de ser una pena.