El aumento creciente de los impuestos por consumos a través de los fielatos situados en las entradas de las ciudades, tenía soliviantadas a las modestas vendedoras de productos básicos en media España a finales del siglo XIX.

Pontevedra no disfrutaba de una situación distinta; aquí ocurría tres cuartos de lo mismo, incidente tras incidente. El malestar general terminó por adquirir carta de naturaleza el 22 de julio de 1892 y se armó la marimorena. Solo la declaración del estado de guerra y la militarización de la ciudad puso fin a la revuelta una semana después, que no desembocó por verdadera fortuna en un baño de sangre.

Aquella mañana, las vendedoras de legumbres y frutas, pescado y leche, arrasaron el fielato del puente de O Burgo y luego hicieron otro tanto con el fielato central de la plaza de San José. El saqueo del mobiliario y la documentación de los garitos municipales, incluyó las cajas de caudales, aunque luego se devolvió en el Ayuntamiento la mayor parte del dinero sustraído. El objetivo de la revuelta era la protesta y no el robo.

Aunque se veía venir una cosa así, nadie sabía exactamente cuándo podía ocurrir, y en cuanto prendió la chispa, la guardia municipal se vio desbordada por una muchedumbre encolerizada. La mediación del alcalde, Ángel Cobián Areal, resultó infructuosa, y en previsión de males mayores el regidor dictó aquella misma mañana un bando de urgencia para solicitar a la población su alejamiento de los lugares más conflictivos y evitar unas consecuencias imprevisibles.

Cuando un contingente de la Guardia Civil llegó a la plaza de San José todo había terminado. Entonces comenzó a extenderse la idea de que podía ocurrir algo peor al día siguiente, con motivo de la celebración de la feria semanal, que atraía a mucha gente del entorno de la capital.

Tal predicción se cumplió a rajatabla, pero la concentración de fuerzas de la Guardia Civil de toda la provincia permitió un cierto control de la incendiaria situación. El gobernador civil, González Besada, y el alcalde capitalino, Cobián Areal, cogieron el toro por los cuernos y acudieron a los puntos más calientes para tratar de frenar el malestar existente. Ambas autoridades aconsejaron el pago de los impuestos bajo el compromiso de un próximo arreglo, pero sus explicaciones resultaron vanas y tampoco consiguieron rebajar el clima de alboroto que sacudía a la ciudad entera.

Allí donde las aguerridas vendedoras, sobre todo las lecheras, se concentraron en mayor número y se negaron a satisfacer los consumos, finalmente lograron su objetivo de saltarse el arbitrio y entrar sin pagar, entre forcejeos, gritos y agresiones.

La situación se volvió literalmente insostenible el tercer día del amotinamiento general. Aquel domingo 24, las fuerzas de la Guardia Civil, Cuerpo de Carabineros y Regimiento de Infantería Murcia nº 37, no pudieron cumplir sus órdenes, mantener la calma y defender sus posiciones sin causar una matanza irremediable. Esa prudencia de los jefes militares fue confundida con debilidad o incluso sumisión en un clima muy enrarecido.

Los fielatos ubicados en todas las entradas de la capital eran muchos y, en consecuencia, exigían una notable dispersión de los efectivos militares, en número muy reducido para frenar a las encolerizadas vendedoras.

De nuevo el lugar más caliente fue el puente de O Burgo. Entre pedradas y culatazos, la pugna cara a cara provocó incontables heridos de diversa consideración. Solo los disparos al aire de los soldados consiguieron una disolución efectiva en medio de un pánico cada vez más extendido.

Cuando el gobernador civil puso en conocimiento de todo lo sucedido al ministro de la Gobernación, no tardó mucho en declararse el estado de sitio como mal menor. Una compañía de soldados del Regimiento Murcia nº 37 y una sección de números de la Guardia Civil recorrieron la ciudad a última hora de la tarde para divulgar el bando correspondiente. La medida cayó como un jarro de agua fría y Pontevedra fue tomada militarmente de madrugada.

El general Jacinto León y Barrera, gobernador militar de la provincia de Pontevedra y plaza de Vigo asumió el mando aunque estaba en Valladolid y no llegó hasta el día siguiente. Como el horno no estaba para bollos, se ordenó el envío de efectivos desde toda Galicia, hasta formar un pequeño ejército compuesto por siete compañías del Regimiento de Infantería Murcia nº 37, un centenar de números de la Guardia Civil y medio centenar de integrantes del Cuerpo de Carabineros. En total unos 900 efectivos que resultaron más que suficientes para controlar a unas 400 vendedoras.

A partir de día 25 volvió la calma manu militari y cuando el general León Barrera recorrió la ciudad veinticuatro horas después, comprobó que reinaba la calma en todos los fielatos y la situación estaba tranquila y controlada, si bien las vendedoras no acudieron a vender sus productos y mercancías en señal de protesta.

Los directores de los periódicos fueron quienes dieron la cara ante el sometimiento de las autoridades civiles, y enviaron un telegrama al presidente del Consejo de Ministros para reclamar el levantamiento del estado de guerra. Cánovas del Castillo respondió que tal cosa ocurriría en cuanto se recuperara la normalidad. Y eso hizo finalmente el gobernador militar el día 27 mediante otro bando en donde reseñaba que "de la sensatez y cordura de los habitantes de esta población espero la mayor tranquilidad y su agradecimiento por esta prueba del cariño y afecto que les profeso".

La suspensión del estado de sitio fue acogida con "júbilo" por el vecindario, según reflejó la prensa del día siguiente. Pero todavía mayor alegría causó a las lecheras la supresión del impuesto de consumo que acordó el mismo día la corporación municipal. Al mismo tiempo redujo de dos a una peseta el arbitrio sobre cien kilos de pescado menudo, y rebajó el pago por cada pollo de 16 a 10 céntimos.

No tardaron nada las lecheras de Vigo en exigir el mismo trato que a sus homónimas de Pontevedra, y como el Ayuntamiento vecino no aceptó su solicitud, declararon una huelga indefinida que terminó por falta de apoyo, tras fracasar su propósito de lograr el desabastecimiento de la población.