Si el envejecimiento y la escasa natalidad son los males silenciosos de la población en Galicia, el desaprovechamiento de los montes lo es de su territorio. Es necesario superar los problemas del minifundio y de los que son comunales. La diversidad que se esconde bajo esta forma de titularidad, que en muchos casos se remonta a la noche de los tiempos, es grandísima. Su complejidad jurídica, también, lo que no constituye razón suficiente para que las autoridades sigan escondiendo la cabeza bajo el ala a la hora de acometer soluciones. Recuperar hoy estos territorios, la mayoría ociosos, es un aspecto clave para la reconquista de una Galicia rural que necesitamos volver a pensar.

La estadounidense Elinor Ostrom, catedrática de Ciencias Políticas, se convirtió en 2009 en la primera mujer en lograr el Nobel de Economía gracias a su estudio de los bienes comunales. Descubrió la profesora, tras años de observación y análisis por todo el mundo, que los usuarios que gestionan por sí mismos un recurso desarrollan sofisticados mecanismos para tomar decisiones o resolver conflictos que resultan exitosos. Las teorías de Ostrom, ya fallecida, demuestran, en contra de la creencia convencional, que la propiedad común de bosques, pastos, bancos de pesca, ríos o lagos no tiene por qué estar mal gestionada o de manera pobre, ni necesita la interferencia de ningún otro organismo para regularse y ser efectiva. Y ponía como símbolo de buena práctica consuetudinaria al Tribunal de las Aguas de Valencia. En esencia, los principios que inspiran ese jurado popular de riegos también pueden hallarse en la tradición gallega.

Una cosa es lo público y otra muy distinta lo comunal. De tercer "sistema económico", ni colectivista ni privado, hablan los expertos al referirse a los bienes comunales. Los públicos son de todos y su propiedad figura inalterablemente ligada a una institución, concello, Gobierno autonómico o Estado. Costes y beneficios son asumidos por éstos, y no hay restricciones individuales para el disfrute del bien: por su carácter debe estar al alcance de cualquiera. Los comunales son de grupos concretos, ligados a parroquias, aldeas o vecinos, y su finalidad es primordialmente social: nutrir a la comunidad en la que se encuentran. Los usufructuarios trabajan juntos en mejorar un recurso, un bosque o un pastizal, y disfrutan también juntos de sus rendimientos, preservándolo de "extraños".

Una simple revisión del inventario de nuestros montes pone ante nuestros ojos, como fogonazos, dos conclusiones fundamentales. Por un lado, que de los casi tres millones de hectáreas de la superficie de Galicia, dos millones son terreno forestal, lo que supone un 69% del total del territorio, de ellos dos tercios montes privados y la otra tercera parte, tierras comunales, de titularidad enrevesada cuya salida lleva siglos sin resolver. Por otro, que la mayoría están desaprovechados y su gestión necesita de nuevas fórmulas, incentivos fiscales y de financiación favorables que mejoren su funcionamiento. Simplemente con recuperarlos para usos forestales o ganaderos se lograría multiplicar la renta agraria del territorio.

Muchos de esos montes tenían, y tienen, ordenanzas, regímenes y fórmulas de gobernanza, transmitidas generación tras generación, en la estela de las que deslumbraron a la Nobel Ostrom. La reconversión agraria, que trajo como consecuencia el abandono demográfico y económico masivo del medio rural, hizo que cayeran en desuso. Llevaron, de paso, al asilvestramiento de sus masas forestales. Ahora, como la pescadilla que se muerde la cola, ocurre lo contrario: reutilizar esas superficies acaba convirtiéndose en un imposible por el confusionismo y las complicaciones de una propiedad diluida, diseminada y desincentivada por la crisis del campo.

En la Galicia del pasado el monte comunal, además de tesoro forestal y granero ganadero, fue para las familias una fuente de energía, suministradora de la leña de la cocina o de las vigas del cobertizo, y una despensa repleta de caza, frutos y pesca. La semana pasada, asociaciones de propietarios forestales, empresas de servicios e industrias del sector plasmaron en un documento de consenso sus conclusiones para hacer rentable los bosques y conjugar su producción con el medio ambiente.

Avanzar en esa dirección requiere, sin duda, cambios estructurales que conviene afrontar cuanto antes con estrategias modernas de desarrollo que pongan coto al desaliento de la Galicia rural. Las aportaciones de la comisión de estudio creada en el Parlamento gallego para abordar la reforma de la política forestal a raíz de los graves incendios de octubre pasado no deberían quedarse en papel mojado. Allí se escucharon las voces de expertos económicos y profesores universitarios, de representantes de los sectores relacionados con el monte y su explotación, propietarios, ganaderos, agricultores, asociaciones e industrias.

Asumir esa tarea lleva implícito, condición imprescindible, contar con la gente de las aldeas, o la que pueda retornar mañana. Ellos tienen que ser los beneficiarios, en lo tangible y en lo intangible. Desplazarlos y restarles protagonismo es la causa del fracaso de muchas iniciativas rurales. El rendimiento forestal gallego resulta ridículo con respecto a su tremendo potencial, porque nadie hizo partícipes a los pueblos de los montes. Si los convertimos en buenos rentistas del bosque, serán sin duda alguna sus más interesados guardianes. Ahí están para atestiguarlo ejemplos de éxito en otras regiones con menos masa forestal que la nuestra.

Hay una región que se nos escapa entre las manos. Frente a la potencia urbana y el resurgir de sus áreas, existe una Galicia, la rural, que se deteriora y se despuebla. Frenar su inanición exige reinterpretarla. Diseñar nuevos modelos de aprovechamiento del suelo común puede ser un buen punto de partida para su renacimiento, además de una garantía para preservar una naturaleza sin par a la que la falta del moldeo de la actividad del hombre está cambiando.

Se impone sacar partido con diligencia a nuestro potencial forestal. Nadie debería oponerse al objetivo de conseguir el monte multifuncional, vivo, dinámico, sustentable, rentable económicamente para sus propietarios y que además genere beneficios para la sociedad en su conjunto, que reclama la comisión forestal gallega. Lo que seguimos necesitando desde siempre es que alguien le eche coraje político parar tomar de una vez esa res por los cuernos y pasar con determinación cuanto antes de las ideas a la práctica.