No hay más sordo que el que no quiere oír ni más ciego que el que no quiere ver. De ningún otro modo puede entenderse la manifiesta incapacidad de los responsables públicos para acabar de una vez por todas con la terrible sangría de accidentes que, de manera ininterrumpida, ha convertido la autovía Vigo-Porriño en la más siniestra de España. Ninguno de los "parches" acometidos hasta ahora ha valido para nada. Tal parece que para nuestros gobernantes -de uno y otro signo, porque el problema no es de ahora- 400 accidentes y más de medio millar de heridos, por citar solo los ocurridos en los últimos cinco años, sean suficiente motivo para afrontar la drástica reforma de seguridad pendiente que necesita esta vía. Quizá estén esperando a que las consecuencias sean aún más devastadoras para hacerlo. Pero los ciudadanos no están para más esperas; ni para que se les culpe de lo que no tienen culpa. Como tampoco para aguantar más excusas ni la ineficiencia de quienes tienen la obligación de garantizar la seguridad de los usuarios.

Un año más, la A-55 Vigo-Porriño ha vuelto a ser el trayecto con más accidentes de España. Su vergonzoso récord de peligrosidad traspasa incluso fronteras. En 2003, este sinuoso tramo de apenas 15 kilómetros, fue incluido entre los cinco de mayor siniestralidad de Europa con cinco puntos negros en su recorrido. Lejos de aplacarse, la tendencia en el arranque del año continúa al alza: en los dos primeros meses, enero y febrero, se llevan contabilizados 76 accidentes con 68 heridos, afortunadamente ninguno grave. El año más letal de la estadística fue 1998, que se saldó con un terrible balance de 8 muertos y veinte heridos graves.

Que además esta lacerante situación se produzca en una de las principales arterias de entrada y salida de Vigo y, por ende, de las más transitadas de toda Galicia resulta inaceptable. Por la A-55 circulan a diario más de 63.000 conductores expuestos a un recorrido con peligros que permanecen inalterables. No es admisible que la vía central de comunicación que vertebra el sur de Galicia desde Vigo hacia Portugal y viceversa siga convertida en una temeraria trampa para sus usuarios. Por cada colisión, un nuevo colapso. El más grave de los últimos atrapó hace unas semanas a miles de conductores en un atasco que se prolongó durante cinco horas.

No estamos, por tanto, ante incidencias o episodios ocasionales. Nada que sea fortuito o fruto del azar. Todo lo contrario. Estamos ante una situación que se ha vuelto crónica como consecuencia de las deficiencias estructurales de un trazado que precisa de una reforma radical para corregirlas. La mal llamada autovía Vigo-Porriño es en realidad una carretera mal hecha desde el principio, que nunca debió ser catalogada como lo que no es. Se construyó por desdoblamiento de la N-120 en 1992, pensada para soportar 15.000 vehículos al día. Hoy, su tráfico se ha cuadruplicado. Con los años se llevaron a cabo pequeñas obras de mejora en algunas curvas, con resultados claramente insuficientes. Por fortuna, aunque la siniestralidad persiste, al menos no hay fallecidos como antes.

Además de restringir la velocidad de manera permanente en algunos puntos a 60 kilómetros por hora -la mínima permitida para circular en autovía-, como recurso fácil los responsables públicos se han esmerado en minar el tramo de radares hasta convertirlo en el de mayor concentración de este tipo de aparatos en España junto con la circunvalación de Sevilla. En diez kilómetros, seis cinemómetros fijos además de los móviles. Son medidas preventivas que aunque mitigan los impactos para nada solucionan los problemas estructurales de fondo. Eso sí, de paso permiten a Tráfico hacer caja con 29.000 multas al año a costa del estrés añadido que supone conducir a velocidades tan inusualmente bajas como impropias de una autovía. Porque si nadie niega que la velocidad inadecuada esté detrás de muchos accidentes, en el caso que nos ocupa la causa principal está en las deficiencias de un vial incorrectamente trazado desde su origen y, lo que es peor aún, en mantenerlo en ese estado sin poner fin a sus fallas.

No es suficiente con los arreglos en marcha iniciados a finales de 2015 con un presupuesto de 5,8 millones, obras incomprensiblemente paralizadas desde hace meses. No basta con pequeñas mejoras en los carriles de aceleración ni nuevos viales de servicio, trabajos que iban a acabarse el pasado verano y que se retrasan hasta septiembre de 2018.

La solución efectiva no es otra que acometer de una vez la verdadera reforma tantos años comprometida como ignorada por los mismos que la prometieron: convertir la A-55 en la autovía que no es, segura para los miles de usuarios que por ella transitan. El proyecto, en redacción, incluye un trazado de 10 kilómetros que discurre en su práctica totalidad bajo un túnel desde las curvas de los Molinos en Mos hasta Meixoeiro, con una inversión de 170 millones.

Pasó ya el tiempo de vacuas promesas. Es hora de cumplir con una demanda tan básica como justa y necesaria, de poner punto final a una situación insostenible.