Las bombas sólo hacen daño allí donde caen. El artículo 155 es una "bomba" ya en la imaginación popular pero sigue sin caer. Dicen que lo hará mañana en un Consejo de Ministros pero será una "bomba" retardada, no porque se haya activado con tiempo calculado sino porque a juicio de muchos llega con retraso. Si la activación se hubiera producido en septiembre después del pronunciamiento anticonstitucional del Parlament probablemente nos hubiéramos ahorrado muchas de las cosas que ahora han llevado a Rajoy a postergarla hasta el límite, la principal de todas ellas la resistencia victimista tras los errores del 1-O. No eran sólo los recelos de Pedro Sánchez los que impedían poner en marcha el único mecanismo que el Estado de derecho tiene en sus manos para frenar la deriva secesionista catalana.

En una de estas, de la dilación se obtienen frutos y, carambola, los independentistas se rinden por agotamiento; su cháchara fraudulenta deja de tener relevancia y se acabó el problema. Pero lo más probable es que no se den por vencidos tras una batalla perdida, y que la sociedad catalana, como la del Ulster, jamás supere la división. Probablemente España tenga que cargar con ello a sus espaldas de manera más insoportable de lo que preveía el propio Ortega. Pero para poder convivir con el problema, deberá ser el Estado el que marque la dirección, no como hasta ahora una autonomía desmadrada en la que los actuales secesionistas del PDECat chantajearon durante años a Madrid haciendo la puta y la Ramoneta.

Por eso, más que correr hay que saber a qué lugar dirigirse, no como aquel científico que tenía que dar una conferencia y le pidió al cochero que le llevase lo más deprisa posible y cuando le preguntó si sabía adónde quería ir, el conductor, que fustigaba los caballos, le respondió: "No señoría, no lo sé, pero voy todo lo rápido que puedo".