Casi uno de cada tres funcionarios de los municipios, diputaciones, Xunta y del Estado en Galicia se jubilará en una década. En total, las administraciones perderán más de 50.000 trabajadores. Una oportunidad de oro, quizá la última, para acometer la gran reforma pendiente de la función pública. Un nuevo paradigma se abre paso a velocidad desconocida en las sociedades modernas que asisten a los cambios con expectación y también incertidumbre. Abordar los complejos desafíos de este siglo con arquitecturas burocráticas propias del XIX resulta misión imposible. Los responsables de las administraciones que sucumban a las presiones de colectivos con intereses directos o corporativistas o a la tentación tancredista de que nada cambie y no sean capaces de adaptarse para seguir siendo útiles al ciudadano incumplirán, en primer lugar, su obligación de dar un servicio de calidad, eficaz y eficiente a los ciudadanos y, en segundo, estarán poniendo en grave peligro la propia pervivencia de las instituciones.

Entre ayuntamientos, diputaciones, comunidad autónoma y Estado, Galicia tiene cerca de 179.200.000 trabajadores públicos, una cifra que se ha reducido notablemente en siete años, al perder 17.200 como consecuencia de la aplicación de una tasa de reposición mínima. Aun así las administraciones generan dos de cada diez empleos en nuestro territorio. Tanto en los organismos locales, regional o estatal el fenómeno del envejecimiento es tan evidente como preocupante. El número de funcionarios que supera hoy los 55 años es un 50% más que en 2010.

En esta situación, gran parte de las actuales plantillas, configuradas en la década de los años 80, en plena construcción del Estado autonómico, se jubilará en apenas diez años. El aluvión de bajas podría verse como una amenaza para las administraciones, que perderán experiencia y músculo, pero también como una ocasión seguramente irrepetible para abordar, de una vez por todas, los reformas tantas veces anunciadas como de inmediato arrumbadas en el cajón de los proyectos políticos que todavía pueden esperar. Y no debería ser así.

El Gobierno de Mariano Rajoy anunció en 2013, acuciado por la recesión, una reforma que pretendía ahorrar 37.700 millones de euros y mejorar la eficiencia en los servicios públicos. Consistía, a grandes rasgos, en reducir empresas públicas autonómicas, eliminar duplicidades y liquidar los llamados chiringuitos del poder. Entonces nos preguntábamos si el Gobierno de la nación tendría verdadera voluntad de sacarla adelante, si lo lograría o se estrellaría contra muros de carácter político, corporativo y sindical. Los hechos responden por sí mismos.

La jubilación masiva de empleados públicos, un millón en España durante la próxima década, abrirá las puertas de ayuntamientos, autonomías y del propio Estado a jóvenes bien formados, hijos de su tiempo, con habilidades digitales, nuevos enfoques, ilusión y capacidad de aprender. Sería imperdonable que esa savia nueva se estragase en manos de un modelo organizativo esclerotizado, incapaz de romper con la dinámica de replicarse a sí mismo.

Más allá de la renovación del personal, que lógicamente hay que abordar, la modernización de la Administración puede entenderse en el sentido puramente tecnológico. El 30 por ciento de los puestos administrativos, especulan algunos, serán suplantados por robots. Desde finales del año pasado todos los departamentos públicos tendrían que estar funcionando con expediente electrónico, sin papeles, de modo que el ciudadano pudiera realizar sus trámites sin salir de casa. Completar la digitalización sería un paso de gigante, una verdadera transformación, pero ¿bastaría con eso? Definitivamente no.

La decimonónica función pública española necesita una transformación radical y simultánea en varios frentes. Antes de incorporar a una avalancha de nuevos funcionarios, reproduciendo mecánicamente el modelo vigente, en muchos aspectos agotado, habría que pensar y definir las funciones que debe desempeñar la Administración del siglo XXI, cuál debería ser su estructura más adecuada y eficaz, el tamaño de lo público, el personal necesario, las relaciones laborales, la posible externalización de servicios, la modificación de los sistemas de reclutamiento, la revisión de la carrera profesional, la introducción de cierta flexibilidad en algunas áreas, el coste que puede sostener el contribuyente... La productividad, por ejemplo, se conduce en el conjunto de las Administraciones por un criterio hipócrita e injusto: como principio general, se suele pagar de manera totalmente igualitaria porque las presiones corporativas y sindicales no aceptarían otra cosa.

No se trata de dinamitar derechos laborales ni de precarizar el empleo, sino de introducir criterios de eficiencia, mérito, imparcialidad, independencia y capacidad; de restablecer los controles que el poder político anuló para hacer de su capa un sayo y de acabar con una estructura insoportable en coste para el país. Mal síntoma es que cuando sin abrir tan siquiera la reflexión, alentados por la recuperación económica, la proximidad de elecciones y la urgencia de aplacar la indignación ciudadana, el Ministerio de Economía y los representantes sindicales hayan pactado ya la convocatoria de 67.000 plazas y un proceso para convertir a miles de interinos en fijos. Ese no debería ser el camino a seguir.

Pese a sus indudables carencias y a la necesidad de acometer cambios estructurales, el trabajo de nuestras administraciones es valioso, honesto y responsable. Por regla general funciona, gracias sin duda a la dedicación de tantos empleados públicos injustamente desacreditados, aunque en no pocas ocasiones con una lentitud exasperante, que deja a los contribuyentes inermes y atrapados en una tupida maraña burocrática. Sin embargo, corre el riesgo de caer en la irrelevancia y de perder su papel de intermediación entre el ciudadano y el interés general. La desafección hacia los partidos y las instituciones la debilita. Los mayores defensores de lo público deberían ser los más interesados en encarar la reforma. Con prudencia, sin saltos en el vacío, pero también con coraje, sumando voluntades, buscando acuerdos, e impulsando un paulatino pero inexorable cambio general de mentalidad. Si se consigue, estaremos más cerca de acertar en el diseño y la construcción de una Administración pública que sepa responder con agilidad y eficiencia a los desafíos de nuestro tiempo.