La Universidad gallega ha proporcionado esta semana una doble noticia alentadora que indica que esta institución, clave en el progreso y desarrollo de nuestro país, camina en la dirección correcta. Al cierre del primer plazo de matrícula, los datos revelan que los dobles grados son los que cotizan más alto en el mercado de las carreras. Si el año pasado había 22 titulaciones que exigían una puntuación mínima de un diez para poder acceder a ellas, este año el número se ha elevado a treinta. Son grados que ofrecen a los alumnos la posibilidad de obtener dos licenciaturas en cinco años, pero que como contrapartida precisan de un mayor esfuerzo. O sea, que cada vez más los universitarios se suben el listón de la exigencia en su periodo de formación. Esta es la primera buena noticia. La segunda, como consecuencia, es que la Universidad está acertando en la actualización de su oferta académica, para adaptarla a las necesidades del alumnado y, algo vital, del entorno económico, social y laboral en el que se mueven los jóvenes.

El paisaje que dibuja el primer informe de la Comisión Interuniversitaria de Galicia (CiUG) entierra la imagen que algunas voces interesadas, y por lo sabido ahora desinformadas, pretenden proyectar de una juventud gallega acomodaticia, irresponsable, sin ambición ni compromiso en la construcción de su propio futuro. Al contrario, nuestros futuros universitarios -al menos los mejores, los que exhiben mejores expedientes- tienen muy claro que la obtención de un título llamémosle clásico ya no es suficiente para hacerse con un hueco en un mercado laboral cada vez más restrictivo y supercompetitivo. Así que mejor dejarse abierta la posibilidad de entrar en él por dos puertas pertrechados con un currículum más potente, completo.

Por eso apuestan por simultanear grados, la mayoría de ellos vinculados a carreras científicas y técnicas (matemáticas, física, informática o química), pero también del ámbito de la gestión y humanístico (como la Administración de Empresas y Derecho, la titulación múltiple en Magisterio o en varias lenguas). Junto a ellas, Medicina, Fisioterapia o el grupo de las ingenierías (buena parte de ellas impartidas en el campus de Vigo) constituyen el grupo de los grados pata negra. El anuncio, esta misma semana, del arranque tras casi una década arrumbado en un cajón del Campus del Mar de Vigo, un centro que debería estar llamado a convertirse en un potente foco de investigación, es asimismo una excelente noticia para impulsar a un sector clave gallego.

Esta tendencia, que va a más, también sirve de lección para las instituciones universitarias y de brújula que le marque el camino a seguir. Han permanecido demasiado tiempo aherrojadas en un debate estéril y endogámico en el que los conceptos de libertad académica y servicio y utilidad públicos parecían antitéticos, incompatibles. Como si la universidad debiera en última instancia servirse a sí misma, despreciando la obligación de atender las necesidades del entorno que la alimenta. Esa posición a todas luces errática la había postrado en una suerte de inmovilismo y autocomplacencia que en realidad solo beneficiaba a unos pocos mientras causaba un notable perjuicio a la gran mayoría. Los datos de la CiUG constatan que los alumnos desean titulaciones modernas, adaptadas a la nueva realidad socioeconómica, grados que además de proporcionarles conocimientos les sirvan de trampolín para lograr un empleo.

Pero el esfuerzo que están dispuestos a realizar un nutrido grupo de universitarios debe tener su recompensa. Y es ahí en donde las empresas juegan un papel capital. Porque de nada sirve que tengamos una generación joven cualificada y competente si los agentes económicos la desprecian con pertinaz ignorancia. Un reciente informe de Abanca resaltaba que Galicia camina en la senda correcta del crecimiento pero a renglón seguido advertía de que los menores de 29 años "son los grandes olvidados de la recuperación" al conseguir solo uno de cada 25 nuevos empleos creados en la comunidad. Y los afortunados lo hicieron en unas condiciones laborales muy precarias: la mayoría con contrataciones temporales o con jornadas parciales. El porcentaje de colocación de este grupo en Galicia representa la mitad del conjunto nacional.

Las empresas tienen, pues, que dar un paso adelante por básicamente tres razones: la primera, por un imperativo moral. Los jóvenes que se han sacrificado para obtener una formación rayana en la excelencia se han ganado el derecho a un puesto. La segunda, por pura inteligencia: porque los presentes y futuros graduados les podrán aportar savia nueva, una visión crítica, mayor versatilidad y formas de trabajar más imaginativas, habilidades esenciales para alimentar la necesidad de innovación, competitividad e innovación de nuestras compañías. Y la tercera, por sentido común: ¿de qué vale que las empresas -y los ciudadanos, en general- sostengan con sus impuestos una Universidad pública tan costosa si al final los frutos que se obtengan de la misma no los va a aprovechar? Más bien, al contrario, que lo estén haciendo otros, fuera de Galicia y de España, en donde el talento gallego cotiza al alza. ¿Es lógico que nosotros paguemos la siembra y cuidemos el campo durante cinco años para que sean unos terceros -que no han invertido ni tiempo ni dinero- los que se lleven la cosecha del talento?

Los universitarios gallegos -al menos un grupo cada vez más nutrido- se han puesto las pilas. Ellos constituyen hoy la otra y esperanzadora cara del malhadado fenómeno de los ninis, una imagen que por llamativa ha acabado por contaminarlo todo. Es cierto que en Galicia hay 80.000 jóvenes que no estudian ni trabajan, un segmento en el que se ha instalado el desencanto, al punto de que ni siquiera han querido aprovechar el plan de empleo lanzado por la Xunta (apenas el 20% se acogió a esta iniciativa). Y también lo es que la comunidad tiene ahí un grave problema que resolver. Pero esa realidad, lacerante, no debería impedirnos ver y apreciar en su adecuada dimensión la otra.

El futuro de Galicia, su bienestar, progreso y crecimiento, se está jugando en gran medida en las aulas de nuestras universidades. De ahí tienen que salir los nuevos empresarios, dirigentes, técnicos, científicos, creadores, emprendedores, profesionales de toda índole, que recojan el testigo de un país que hoy parece levantarse tras permanecer noqueado durante casi una década por los inmisericordes embates de la crisis. La Galicia de las próximas décadas se está construyendo en sus clases. Muchos alumnos parecen asumir este reto y por eso han optado por una formación más completa y rigurosa. Ellos han decidido voluntariamente elevar su listón de la autoexigencia. Para ser mejores, más competitivos y capaces. Para dotarse de las herramientas -técnicas, formativas, intelectuales...- que les permitan afrontar sin miedo los nuevos retos. Y eso es una excelente noticia porque es justo lo que Galicia más necesita.