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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Pelear "a piñas" o "a racú"

En la última entrega de No fondo dos espellos, el maestro Méndez Ferrín nos ilustra sobre el maestro japonés de jiu-jitsu Sadakazu Uyenishi, también conocido profesionalmente como Raku, sobre sus estancias en Galicia, y sobre el hecho curioso de que entre la marinería gallega de inicios del siglo XX se llamase racú a un nuevo tipo de barco y al aparejo de cerco con el que se pescaba dentro de las rías.

Dice Méndez Ferrín que alrededor de 1900 Raku exhibió sus habilidades de luchador en circos estables de España y de Portugal como el Colyseu de Lisboa, el Price de Madrid, el Tamberlick de Vigo (llamado así en honor del tenor italiano de ese mismo apellido que actuó en la sesión inaugural) y en otras ciudades. Fue un hombre muy popular en su tiempo y pese a su aparente insignificancia física derrotaba a oponentes mucho más grandes y musculados en los desafíos que lanzaba ofreciendo sustanciosos premios a quienes lo vencieran. Luego marchó a Gijón, donde también era muy apreciado, y allí se retiró de la lucha por causa de la tuberculosis, entonces una enfermedad endémica.

La destreza de Raku para el jiu-jitsu, lo que ahora conocemos como judo, se hizo legendaria, y, aparte de rememorar un arte de la pesca de bajura, sirvió para denominar a cualquier clase de lucha en la que predominasen las zancadillas y los agarrones sobre los puñetazos. Cuando yo era escolar, las peleas entre compañeros de colegio se desarrollaban de dos formas: a piñas o a racú, y los contendientes elegían la una o la otra en función de la especialidad que les resultase más favorable, como en los duelos medievales.

La pelea a piñas se desarrollaba con los puños desnudos, como en el boxeo de la época anterior a las reglas del marqués de Queensberry (1889), que introdujo el uso de los guantes de crin para mitigar la brutalidad del desafío. Y la pelea a racú, como queda descrito más arriba, dando por ganador a quien tirase a tierra al contrario y allí lo inmovilizase, siquiera momentáneamente. No había, por supuesto, árbitro, aunque sí muchos espectadores, y las reclamaciones eran innumerables, sobre todo si se estaba en desventaja. Ni qué decir tiene que la especialidad más escogida era la de a racú porque evitaba llegar a casa con un ojo morado o con un diente flojo, y solía terminar con algo de barro en el jersey o en el pantalón.

El que esto escribe, que nunca fue muy belicoso, solo se peleó dos veces a piñas. La primera contra un compañero más bajo pero muy habilidoso, que me colocó un puñetazo en la oreja y dio por terminada la pelea para irse a su casa a comer. Y la segunda ante otro de mi peso y estatura al que acerté a darle en la nariz. Empezó a sangrar y dimos por concluida la actuación. Luego, nos hicimos buenos amigos porque las peleas entre escolares (si se siguen las reglas de la caballería andante) ayudan a apreciar las virtudes ajenas.

Ignoraba yo que la expresión a racú provenía de aquel luchador japonés que fue admirado en Galicia en los inicios del siglo XX pero el maestro Méndez Ferrín me lo ha esclarecido.

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