El profesor e intelectual Michael Ignatieff contaba en Fuego y cenizas, el relato autobiográfico de su experiencia como líder del Partido Liberal canadiense, que para desenvolverse con éxito en la política profesional uno tiene que colocar "un filtro entre el cerebro y la boca" y "renunciar a la espontaneidad". En aquel entonces parecía que Ignatieff había descubierto el Mediterráneo y sobrevivió para contarlo. Como le sucedió a Vargas Llosa (quien por supuesto se apresuró a elogiar el libro) cuando se presentó a las elecciones presidenciales peruanas, Ignatieff tuvo la oportunidad de comprobar que la praxis de una campaña electoral demanda unas habilidades particulares. Poco tenía que ver aquello con la filosofía política o con las ideas sobre las que había escrito y trabajado. Ni siquiera con las ideologías que en algún momento de su vida había defendido con más o menos entusiasmo. Se trataba en realidad de vender un producto, de saber manipular la imagen del contrincante e indagar en sus rincones oscuros para dejarlo en evidencia ante sus conciudadanos, de decir una cosa en un lugar y la contraria en otro, si con ello se puede arrancar un puñado de votos, de contradecirse en el caso de que ciertos argumentos que se exponen en un antiguo debate sobre alguna cuestión polémica resulten poco atractivos en el presente.

Las incursiones de estos dos bienintencionados intelectuales en el infierno cínico al que acuden los candidatos presidenciales para ser elegidos por el impredecible y caprichoso pueblo pueden leerse hoy en día, en la llamada era de la posverdad, como dos testimonios que rezuman una ingenuidad insólita. Hasta el punto de que la cita de Ignatieff presentada anteriormente ha dejado de ser cierta. Con Trump hemos descubierto que un candidato sí puede ser espontáneo y "decir lo primero que se le viene a la cabeza". Mientras eso que manifieste genere la suficiente controversia como para considerarse "auténtico" y se pueda situar en el marco de lo políticamente incorrecto ("podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos"). Ahora vemos al presidente de Estados Unidos empujar al primer ministro de Montenegro para colocarse delante de los otros mandatarios, o rechazar la mano de Angela Merkel, o despedir al director del FBI por motivos sospechosamente personales, y una parte de la población no solo justifica su conducta sino que lo alaba por manifestarse tal y como es, a pesar de que dichas acciones sean propias de un adolescente confundido y ansioso. Como los espectadores de un reality show, los votantes parecen preferir al common man, aunque sea falso, que a las personas formadas que, en ocasiones, dicen cosas impopulares. Este el drama que nos están ofreciendo nuestras interesantes democracias.