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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Balones y banderas

Un juez ha restablecido el sentido común al autorizar la exhibición de ciertas banderas en la final de la Copa del Rey por la que mañana contenderán en Madrid el Barcelona y el Sevilla. Este, ya se ve, es un Estado de lo más normal en el que los jueces pueden enmendar las decisiones del Gobierno, como si viviéramos en la América que consagró el equilibrio de poderes y la recíproca vigilancia de unos sobre otros.

No existe en España, ciertamente, un fervor por la libertad de expresión comparable al de los americanos: y quizá por eso sorprenda la actitud del magistrado que acaba de desautorizar al Gobierno.

El derecho a manifestar lo que a uno le parezca incluye en Estados Unidos la quema de su propia bandera, muy venerada allá a juzgar por lo que se ve en las películas. Todos los intentos de tipificar como delito ese acto de ultraje han tropezado sistemáticamente con el poder legislativo. Demócratas o republicanos, los representantes del pueblo coinciden en que la libertad de expresión sobrepuja a los símbolos, por sagrados que estos sean para la ciudadanía.

Aquí, los impulsos nacionalistas tienden a expresarse más bien sobre el césped de los estadios. Redonda como un balón, la patria (o las patrias, para ser exactos) consiste en que nuestro equipo marque más goles que el contrario, aunque sea de penalti y en el último minuto.

De ahí que los conflictos patrióticos suelan dirimirse en los campos de fútbol y, particularmente, en las finales de Copa. Con gran asombro de los jugadores, en su mayoría extranjeros, las aficiones aprovechan el evento para reivindicar su condición nacional mediante la exhibición multitudinaria de banderas. El ritual incluye a menudo una pitada al himno de España y a su jefe de Estado, por más que los clubes implicados los acepten tácitamente al participar en una competición que lleva el nombre del Rey (y antes, el del Generalísimo).

Son muchos los que se quejan, razonablemente, por esas faltas de cortesía y, sobre todo, por la confusión entre política y deporte. Lo cierto, sin embargo, es que cuesta distinguir entre una y otro en una España donde el fútbol ha sido declarado "de interés nacional" por las autoridades. Y tampoco eso es necesariamente malo.

Puestos a buscarle ventajas a esa pasión balompédica, el fútbol ha sustituido felizmente a la guerra como válvula de escape de los impulsos patrióticos que tanta sangre hacían correr antiguamente. Basta cualquier partido de rivalidad interautonómica -o mejor aún, una final de Copa- para comprobar que las viejas pendencias nacionales y tribales se dirimen en estos más civilizados tiempos sobre la hierba de un estadio, y ya no en el Campo de Marte.

Así se explica que algunos equipos -como el Barça, un suponer- declaren ser "más que un club" y que las aficiones acudan al estadio pertrechadas de símbolos políticos, tal que si fuesen a una manifestación en vez de a un simple partido.

El espectáculo puede ser más o menos chocante a la vista, pero tampoco es cuestión de ponerle puertas al campo, aunque sea el de fútbol. Es lo que ha venido a dictaminar un magistrado con su decisión -ciertamente rara por aquí- de hacer que prevalezca la libertad de expresarse por encima de los reglamentos de la UEFA. Otra cosa es que el árbitro deje pasar un penalti sin pitarlo. Con las cosas serias no se juega.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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