A Gonzalo Gómez

En la Antigüedad hubo pocos descubrimientos e invenciones técnicas pero sus efectos fueron cruciales. Los diferentes métodos para encender fuego o los primeros pasos en la metalurgia produjeron cambios radicales en los modos de vida y desarrollo de sociedades humanas. Hoy aparecen inventos (invenciones aplicadas a objetos) cada dos por tres y su impacto es importante pero no tan decisivo como por entonces. Los smartphone, enciclopedia al alcance de la mano, están provocando una mutación antropológica toda vez que alteran la relación con la forma de adquirir información. Y asimismo revolucionan nuestra relación con los demás, estén cerca o lejos. Esta tecnología no tiene una incidencia tan importante como tuvo la aparición de la agricultura o la invención de la rueda.

No future

En términos de resiliencia de la economía de mercado desembridada, hay algo mucho peor que la utilidad decreciente de los inventos: el sentido que el capitalismo da a las innovaciones. Que se conciben exclusivamente como un medio de solucionar los problemas del tiempo presente, y en evitación de quedar rezagados, sin visión de futuro o sin sopesar las consecuencias para la posteridad.

Dominar el tiempo presente, cuyo valor se contabiliza en dinero, constituye el único objetivo del capitalismo cuando se lanza a innovar. Ni la mínima reflexión en aras de configurar un mundo futuro que sea creíble y atractivo. Y las innovaciones con carácter futurista no se reinsertan en un proyecto científico y tecnológico de gran alcance, en un horizonte de civilización. Eso, entre otras cosas, es lo que le falta al capitalismo al encarar las innovaciones como una necesidad de la competitividad, como una restricción económica impuesta a empresas y países. No se presenta la innovación como una filiación intelectual y afectiva entre el futuro y nosotros ¿Hasta cuándo vamos a seguir innovando? ¿No nos vamos a detener jamás? ¿Si es imposible alcanzar un óptimo, no habrá al menos un second best?

Todos conocemos las amenazas que planean sobre la humanidad por los pesticidas, la energía nuclear o los metales pesados -tres ejemplos entre un par de docenas- pero ninguna institución internacional de envergadura o agencia independiente y competente ha emprendido estudios serios evaluando pros y contras de las nanotecnologías o la ingeniería genética.

En estas circunstancias, muchos nos hacemos la misma pregunta que uno de los personajes de Ray Bradbury en Crónicas marcianas ¿Cuándo la humanidad va a detener la carrera innovadora? El astronauta terrícola, al observar la civilización marciana entiende que la han invadido gracias a la superioridad tecnológica y sin embargo los extraterrestres son más felices e intelectualmente más maduros que nosotros: poseen poderes telepáticos ¿Por qué los marcianos no habían avanzado más tecnológicamente? se pregunta el personaje en cuestión. Llegando a la conclusión que -con mayor madurez intelectual- habían decidido detenerse en el buen momento tecnológico ¿Cuál hubiese sido ese momento para la humanidad?: a finales del siglo XIX o principios del XX. En esa época, el progreso técnico alcanzado era suficiente para satisfacer las necesidades vitales e intelectuales si, en lugar de seguir avanzando en las innovaciones, se hubiese distribuido y perfeccionado el fruto tecnológico de lo conseguido hasta entonces. Lo intentaron los soviéticos pero lo hicieron peor que el capitalismo.

Derrumbamiento del capitalismo

Me extrañaría, no obstante, que la humanidad llegue a ser testigo del derrumbamiento de la civilización tecnológica como consecuencia de los efectos colaterales perversos del progreso técnico. Sin ponerme en plan Casandra, antes de que eso suceda desaparecerá el capitalismo como ideología. No será una caída ruidosa ni brutal ni violenta -tampoco lo fue la del comunismo- sino que vendrá trayendo en las manos, creo, un nuevo contrato social y una remodelación internacional de las finanzas y la tecnología numérica. Si de mí dependiera, propondría que las grandes empresas que dominan hoy las TIC pasaran bajo control público internacional. Las transacciones en Bolsa solo durarían media hora simultáneamente en todo el planeta -más que suficiente para asignar recursos- cercenando el tiempo dedicado a la especulación. Habría una sola moneda universal de curso legal en todos los países que serviría para transacciones internas e internacionales pero complementada con diferentes monedas nacionales, cerradas, de curso legal y paridad 1:1 con la moneda universal. La norma salarial cambiaría radicalmente y se garantizaría una renta básica a partir de cierta edad.

Sospecho que el proceso se iniciará en EE.UU ante el desafío tecnológico que le planteará la India. En el año 2050 India será la primera potencia económica y tecnológica del mundo y el trinomio de poder que ejercerá con China y EE.UU desembocará en un equilibrio geopolítico con dilución de soberanías nacionales. Al desaparecer estas se erradicará uno de los avales más nefastos que permiten a las plutocracias depredadoras servirse de la ideología nacionalista para explotar ventajosamente las contradicciones horizontales y verticales entre países. Ello facilitará el tránsito hacia un nuevo contrato social, prácticamente destruido el liberal al evaporarse progresiva e irreversiblemente la clase media.

El economista indio Raveendra Batra, inspirándose en la teoría del Ciclo Social del filósofo P.R. Sarkar (Human Society, Vol. 2) predijo la caída del comunismo en su libro The Downfall of Capitalism and Communism (1978). Respecto al capitalismo, también anticipó que sucumbiría sacudido por una crisis financiera que contaminaría a los sectores productivos. No sé como caerá el capitalismo si bien dudo que el diagnostico de Batra sea correcto en cuanto a la causa de la previsible caída. La mala salud de hierro del capitalismo es capaz de sobrellevar los emolumentos estratosféricos del presidente de Google y es capaz, incluso, de convivir con una organización financiera disfuncional. Lo que no podrá resistir la ideología capitalista es la mutación tecnológica en curso: la hará inviable en el medio/largo plazo.

A la desaparición del modo de producción esclavista en Europa, y a la ideología que lo sustentaba, contribuyó más la invención del arnés para los caballos de tiro -que substituía el trabajo de diez hombres- que el cristianismo. En EEUU la débil rentabilidad de los esclavos en las plantaciones de algodón, comparativamente a la de la industria del Norte, había condenado la esclavitud pues actuaba como factor limitativo de la tasa de crecimiento económico. Históricamente, el progreso técnico hizo caer las viejas formas de esclavitud pero insidiosamente está dando paso a otras formas de explotación que provocarán la desaparición de la ideología capitalista-liberal.

He escrito reiteradamente que lo determinante en la evolución de la Historia no es la ideología sino el cambio tecnológico. La ideología sigue a las condiciones materiales y la sociedad la adapta con mejor o peor fortuna. La ideología del socialismo soviético no pudo adaptarse a la revolución industrial de la época. El liberalismo sí. Peo ya no. El liberalismo, tomado en bloque, ha dejado de ser la ideología que corresponde óptimamente a la tecnología del siglo XXI. La razón es simple y, como siempre, procede del cambio tecnológico: la economía numérica y nuevas tecnologías en curso (convergencia de la automática con la inteligencia artificial) han roto el contrato social que justificaba el liberalismo (ver mi artículo, La economía numérica ha destruido el contrato social 10/04/2016)

El comunismo no volverá

Con estos o parecidos datos en mano, no pocos intelectuales revanchistas -insaciables ambiciosos- esperan el derrumbe del capitalismo para retornar al comunismo aprovechando el vacío ideológico. Dentro de los intelectuales comunistas, los peores -los más imbéciles, pintoresquistas y fríamente sanguinarios- son los nazionalitaristas, los intelectuales del comunismo de patria o muerto que tantos estragos mentales han causado en la desnortada juventud de la periferia española al propagar la demagogia identitaria de la soberanía tribal. Pero los trabajadores, comunistas o no, gente del pueblo sin ínfulas de omnisciencia, poco tienen que ver con la roja intelectualidad revanchista que jamás condenó las falanges asesinas del nazionalitarismo. A los intelectuales comunistas los mueve la ambición y soberbia para desquitarse de la derrota moral; a los trabajadores, la necesidad.

Ocurre que el discurso del comunismo revanchista olvida, o no quiere ver, que el capitalismo no desaparecerá por enfrentamiento con la praxis marxista, el choque ya se produjo y conocemos los resultados. El comunismo lleva a la delación y a la miseria moral por muy grande que haya sido intelectualmente Marx, que lo fue, y los logros parciales obtenidos en la sociedad soviética. Hasta los propios países comunistas, que lo sufrieron, lo han largado por la borda.

Con lo que ha llovido, no tiene pies ni cabeza querer entregar la prensa al control de comisarios políticos o dejar la producción de jamón de bellota y el vino del Condado en manos de granjas colectivas. Para cualquier observador objetivo y, sobre todo, para quienes vivieron la experiencia, el capitalismo, con todas sus deficiencias y disfuncionalidades, es preferible al comunismo. Sin ir más lejos, en un país como España una persona puede subsistir sin trabajar. Se puede comer tres veces al día gracias a centros públicos y privados, se recibe atención médica sin pagar cuando se carece de medios y existen instituciones donde dormir, vestirse y beneficiarse de un corte de pelo gratuitamente. Todo ello, insisto, sin trabajar, bien sea porque no se desea o no se encuentre empleo. En los países comunistas, a quien pretendiese comer sin trabajar lo metían en un campo de reeducación y lo hacían trabajar sí o sí.

La humanidad saldrá del capitalismo pero no volverá al comunismo. Y siendo así, ya saben los de la izquierda lerda lo que tienen que hacer con la hoz y el martillo (si les caben) en lugar de ideologizar fraudulentamente a la juventud. Mientras tanto, modestamente, unos cuantos trabajan para redefinir e implementar un nuevo contrato social adaptado a las mutaciones tecnológicas en curso. Que los salvapatrias hagan lo que quieran con sus banderitas nacionales a todo trapo como si estuvieran en Corea del Norte. Otros hacen lo que pueden: por definición, más es imposible.