Mona Sahlin, socialdemócrata sueca, compró en 1995 dos chocolatinas, pañales y cigarrillos con su tarjeta de ministra. En un estado que prácticamente suprimió el pago en efectivo, alegó un problema con su tarjeta privada para usar circunstancialmente la corporativa y restituyó de "motu proprio" el importe a los pocos días. Cuando trascendió el hecho, estalló el escándalo. Sahlin tuvo que dimitir. Los suecos consideran sagrado el erario y, aunque no se hubiera lucrado, tomaron como un abuso de confianza que cayera en la tentación de mezclar bienes públicos con fines particulares.

Cualquier político aspira a convertir España en Dinamarca o Suecia. Nunca lo será si no arraigan valores tan firmes como esos. Aquí ven la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio. Un diputado conservador investigado por cobrar comisiones y expulsado de su grupo sigue en el escaño para mantener el aforamiento sin que ocurra nada, ni exista manera de impedirlo.

Esta ha sido la semana de la toma de posesión del independentista Puigdemont como presidente de Cataluña y de la constitución de las Cortes. Puigdemont prometió el cargo sin acatar la Constitución ni mostrar lealtad al Rey, después de una grotesca negociación que alumbró un gobierno trilero capaz de cobijar bajo el mismo manto, con tal de ocultar la corrupción, las aspiraciones de la alta burguesía catalana con las de los anticapitalistas y antisistema radicales. Al Congreso llegaron diputados en bicicleta, como a una marcha cicloturista. Otros acompañados de fanfarrias, como acceden los toreros a la plaza. Las fotos las acaparó el bebé de la gallega Bescansa plantado en el hemiciclo como reivindicación feminista, un guiño nada original aunque quienes lo promueven pretendan erigirlo en el colmo de la frescura. Ya hubo diputadas que lo hicieron en 1991.

Que la novedad sean las bravatas y el exhibicionismo denota la superficialidad de los nuevos tiempos. Que la anécdota adquiera categoría de acontecimiento revela la confusión y el desconcierto del momento. En la política transformadora, la que piensa en la próxima generación, en el bien común y en la resolución de las dificultades, cuentan los hechos. En la política falsaria, la que no mira más allá de los próximos comicios y todo lo calcula en función de los réditos electorales y partidarios, prima el gesto, la pose: movilizar de inmediato las emociones.

Galicia tampoco se libra de esperpentos. Si la consideración de la política anda bajo mínimos, algunos van camino de convertirla en un patio de colegio. Hay señorías que aprovechan las sesiones del Parlamento para deleitarse leyendo revistas o consultando sus ordenadores para actividades que nada tienen que ver con sus responsabilidades públicas. Los hay que se ausentan del hemiciclo casi toda la sesión y algunos que hasta ni lo pisan. Eso sí, ninguno renuncia a cobrar a fin de mes. Hay careos, por la agresividad del lenguaje, en que aquello más parece una grada de hinchas que un parlamento. ¿Y toda esa tensión para qué? Los acuerdos, lamentablemente, son habas contadas.

Existe una grave deficiencia de base: una enseñanza buenista, sobreprotectora, que iguala en la mediocridad, que no facilita herramientas para enfrentarse a la cruda realidad. Que sólo educa en el derecho a todo sin responsabilidades. La pérdida de riqueza disuelve como un azucarillo a la clase media. La crisis ha atascado el ascensor social, cercenando las expectativas de progreso y sembrando la duda sobre si, por primera vez en décadas, los hijos de la burbuja vivirán peor que sus padres.

El irracional separatismo quiere romper España. El petróleo y China cuecen otra recesión cuando no superamos ésta. La demencia yihadista nos convierte a todos en potenciales víctimas. El estado del bienestar peligra. A poco que vuelva a subir la prima de riesgo una montaña de deuda ahogará el país. La Justicia, con lentitud exasperante, depura las sentinas pero muestra que el sistema funciona. Las responsabilidades por los casos Nóos, Gürtel, Bárcenas, Pokemon, Zeta, Patos, Garanón..., quedarán dirimidas aunque tarde, un caldo de cultivo óptimo para que quienes echan la caña en río revuelto, importándoles su personal beneficio y no el de los ciudadanos, pesquen a gusto.

No son días para frivolizar, para convertir el medio -una imagen, un vídeo, un eslogan arteramente elegido- en el mensaje cuando no hay mensaje real que transmitir. Son días para arrimar el hombro, ofrecer luz y certidumbres. Si la política no puede garantizar la felicidad, como aseveraba el canciller alemán Helmunt Schmidt, al menos que nos ahorre el sufrimiento de soportar sus simplezas.