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Xabier Fole

el correo americano

Xabier Fole

Fiebre de la pradera

Amanecer después de un debate republicano comienza a ser un ejercicio difícil. Al menos para los exaltados polemistas de la derecha cuya función es proporcionar una lista de vencedores a los curiosos profanos. Como individuos confundidos después de una noche de embriaguez, cada uno recuerda los acontecimientos pretéritos a su manera; se nos presentan los hechos, inevitablemente distorsionados, de acuerdo a los oscuros intereses del beodo. Hubo tantas aventuras nocturnas como recuerdos borrosos; tantos ganadores como analistas. Joe Cunningham, el blogero de Red State, piensa que Carly Fiorina, "la neoconservadora más tranquila que he visto en un escenario hablando sobre Oriente Medio", merece ser tenida en cuenta. Glenn Beck arremetió contra John Kasich ("perdedor épico", "mal en todos los temas", "parecía viejo, grosero y desesperado"). Shoshana Weissmann escribió en la revista Weekly Standard que quedó "impresionada" con Marco Rubio, ya que el senador fue capaz de relacionar "la política con la gente". El colaborador de National Review, Charles C.W. Cooke, asegura que Jeb Bush "está acabado". Y el periódico Washington Times publicó un pequeño elenco de victoriosos entre los que se encontraba Ted Cruz, totalmente desaparecido en otros foros mediáticos.

Lo que subyace bajo esa disparidad de criterios, glosada por The New York Times en su crónica del cuarto debate, es la dificultad que tienen todos esos expertos para ponerse de acuerdo sobre qué significa, en realidad, ser conservador. Stephen Moore, miembro de Heritage Foundation y asesor de los republicanos, reconoce que dicha ideología ahora solo exige dos propuestas innegociables: bajar los impuestos y recortar gastos. El resto de los asuntos (inmigración, política pública y exterior, etc.) depende de las preferencias del candidato. Hasta el punto de poder presentar modelos de países antagónicos. Esta ausencia de consenso disgustaría mucho a William F. Buckley, el hombre que logró, en los años cincuenta, consolidar el movimiento conservador despojándolo de antisemitismo y otorgándole respetabilidad. Sin la presencia del fundador, sin embargo, todos parecen cabalgar por separado.

La crisis interna quedó perfectamente reflejada hace unos días en el enfrentamiento que mantuvieron el prestigioso columnista George F. Will y el presentador de Fox News, Bill O' Reilly, a propósito del libro publicado por este último, Killing Reagan, donde se sugiere que el deterioro de la enfermedad del expresidente (alzhéimer) comenzó cuando el líder republicano todavía vivía en la Casa Blanca. Acusar a O' Reilly, como hizo el colaborador del Washington Post, de sumarse a una conspiración promovida por la izquierda para desacreditar al expresidente puede ser un poco exagerado, teniendo en cuenta la trayectoria del presentador y la cadena donde trabaja. Pero no están los tiempos como para ponerse a cuestionar a la leyenda. A pesar de todo, el periodista fracasó. O' Reilly, que domina el espacio televisivo mucho mejor que Will, acabó insultándolo y cortando la comunicación, dejando al ganador del Premio Pulitzer y (¿hasta ahora?) figura representativa de la derecha seria -visiblemente nervioso y poco acostumbrado a recibir ataques de fuego amigo- con la palabra en la boca. Escena que ilustra con elocuencia la peligrosa deriva que está sufriendo la admirable creación de Buckley: los "showman" destruyen a los pensadores.

Estas elecciones están demostrando que el Partido Republicano, cada vez más alejado de la realidad demográfica del país, tiene un grave problema de referencias. La moderación no triunfa en las encuestas, el populismo asciende como la espuma y los discursos más aplaudidos por los votantes registrados son los más disparatados y demagógicos. Más allá del radicalismo, existe una falta de sensatez y un exceso de frivolidad. Como consecuencia de las nuevas reglas del juego, los candidatos se miran en el espejo de Donald Trump, preguntándose en qué momento se dejará de emitir el "reality". Mientras tanto, los pocos intelectuales públicos que sobreviven padecen lo que Lillian Gish, en la película Los que no perdonan, llamaba la fiebre de la pradera. "Buscan bisontes donde ya no quedan bisontes".

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