A las memorias de Darío Álvarez Limeses, de Xosé María Álvarez Blázquez y de Colorín

Se conmemora el centenario del nacimiento de Xosé María Álvarez Blázquez rindiéndosele en este diario bien merecido homenaje al que quiero sumarme indirectamente por razones más afectivas que culturales-mi relación con Colorín y Berta, dos de sus hijas- ya que la obra de Álvarez Blázquez no me influyó si bien la respeto y en alguna ocasión cité. Mucho más decisivos en mi formación resultaron los libros que compré en una librería que la familia Álvarez Blázquez tenía en la calle General Aranda prácticamente frente donde moraba Búa Paseiro, otro bibliófilo empedernido. Durante muchos años pasé delante de esa librería -vivía un poco más allá, hacia las Carmelitas- deteniéndome frecuentemente a echar una ojeada a los libros expuestos en la vitrina. Sigo recordando con inmenso agradecimiento el buen trato y mejores consejos que recibía entre aquellos nobles y sabios muros cuando entraba a comprar o simplemente a fisgar.

Uno de los libros que adquirí trataba de curiosidades en la historia de la pintura. Aquella obra a buen seguro contenía un mensaje de alquimista que me habría de conectar mágicamente con Colorín, primero en Vigo y luego en París, después de su muerte.

Colorín

Xosé María Álvarez Blázquez fue padre de una princesita de idioma blanco, Colorín, rubia de claros ojos. Este que aquí emborrona tenía un Mini Morris 1275GT rojo que le había regalado su abuela Luzbela al cumplir dieciocho años. También me regaló un par de escopetas, una para caza y otra para competición. Luzbela decía que un hombre únicamente puede defender su libertad con dinero y armado. Quizás me estuviese insinuando que atracara un banco y me fugara en el Mini con ella pero la verdad es que le salí algo flojo.

Colorín estaba muy enferma pero yo no sabía exactamente de qué padecía. Nuestra amistad era casta y venturosa. A veces iba a buscarla en tardes de invierno -buena época para la caza de aves acuáticas- a lo que llamaban el Balneario de Samil y -en secreto, ni su familia lo sabía- la llevaba en el Mini cerca de la desembocadura del Miño. En la barca de un viejo contrabandista, Alejandro, pasábamos a una de las islas -La Canosa, creo- con la intención de cazar patos, acompañados de una perra épagneul breton -Kiska- que me había regalado José Eraso. No cazábamos ni uno pero a Colorín le encantaba la velocidad -¡Acelera, cazador, acelera!- en la sinuosa carretera que iba de Samil a A Guarda por la costa, y más aún le placía pegar unos tiros a lo que fuera. Un día Colorín desapareció misteriosamente. Después murió pero no supe la causa. Hasta que una noche me desperté y sin otro trámite me puse a leer el libro de curiosidades pictóricas que había adquirido años atrás en la librería de su padre.

Leí lo que sigue. El pintor francés Jean-Léon Gérôme (1824-1904) fue heraldo del academicismo en su época, caído en desgracia con la triunfal ascensión del impresionismo que había intentado frenar de cuatro hierros. Uno de sus cuadros, Le duel de la tulipe, representa a un noble que, sereno y espada en mano, espera la acometida de dos soldados que avanzan para, supone el espectador, requisarle la planta de tulipán, en una maceta a sus pies, defendida celosamente. Gérôme se inspiró para pintar el cuadro en la primera burbuja especulativa económica y financiera que se conoce, bien documentada, desinflada brutalmente en 1637. Las especies de tulipanes más caras, Semper augustus y Virrey, no tenían un color uniforme: eran jaspeadas, multicolores. Es el caso de la variedad que el noble defiende en el cuadro de Gérôme. Curiosamente, la heterogeneidad del colorido, rayas, bandas que flamean como un caleidoscopio -es decir, las características que proporcionaban la belleza a los tulipanes más raros y caros- no se obtienen por cruces que logran los jardineros por selección artificial sino que son defectos de coloración resultantes de la infección de las plantas por un virus.

Entonces entendí que Colorín había muerto por sus colores, sus oros, sus azulinos. Colorín había muerto de belleza. Y así se lo dije a un destrozado Xosé María que me sugirió plasmarlo en un poema. Lo titulé ¡Acelera, cazador, acelera! Resguardado está entre las páginas del Epílogo galeato de la autoría de Emilio Álvarez Blázquez -una de las mejores piezas prosísticas de la segunda mitad del siglo XX español- que cierra el Teatro venatorio y coquinario gallego de Cunqueiro.

Berta

A Berta, hermana menor de Colorín, la recibí en mi casa de París en cama con una pierna rota. No sabía que yo había sido amigo de Colorín con quien poco tiempo convivió; había venido con una beca a perfeccionarse en pintura y me llamó de parte de Piño Ozores. Berta tenía mucha raza. Era apasionada, dominadora, muy observadora -vitalista con algo de mala leche- y una auténtica artista en el alma y en las manos. Una artista moderna, además, inclinada a la bohemia post-movida. En una ocasión vino a casa con Darío Álvarez Basso, su primo, también pintor, que Berta consideraba el genio de la familia aunque en mi opinión, sin desmerecer a Darío, ella posee más pasión artística. Algo colocados fuimos de copas a París. Por el camino Berta me ordenó frenar, un par de berridos mediante, y salió disparada del coche hacia un grupo con ánimo de separar a tres tipos que se estaban peleando. Así era Berta: pasión, impulso, acción.

Volvimos a mi casa al amanecer y seguimos bebiendo. Cuando me desperté, sentado en un sillón con pajarita, blazer y un vaso soldado a la mano, la casa estaba en completo y misterioso silencio y pulcro desorden. Desde mis pies hasta casi la parada del metro, Berta y Darío habían creado una especie de performance dejando la puerta abierta y colocando un reguero de libros como un sendero que había que transitar bajando las escaleras, caminando por la acera, pisando losa a losa, o libro a libro, para seguir la pista de los artistas. Dudé entre recoger los libros o dejar para la eternidad aquella obra de arte tal cual. Decidí dejarla tal cual y me fui a dar un paseo al Bois. Cuando volví, todos los libros estaban en los estantes por obra y gracia de la portera, mi fiel Madame Gomes, que no apreciaba el arte como nosotros. Pero sí estoy convencido que Xosé María Álvarez Blázquez bien se reía en el más allá orgulloso del genio desacomplejado de su hija y sobrino.

Resurrección de Colorín

Nunca le conté a Berta que años antes de esos acontecimientos dos hombres hablaban, en invernal mañana, en el atrio de la parisina iglesia de Saint-Augustin haciendo tiempo para una reunión que tendría lugar poco después en el presbiterio. De inspiración romana y bizantina, en estilo ecléctico, proyectada por Baltard que quiso dejar la impronta de la modernidad (1860) la iglesia de Saint-Augustin goza de la singularidad de ser la primera construcción de esas dimensiones levantada sobre una estructura metálica. Napoleón III decidió que la cripta de la iglesia albergase las sepulturas de los linajes principescos de la familia imperial, las de emperadores y emperatrices estarían en la basílica de Saint-Denis.

El más joven de los dos hombres peroraba con suficiencia de entendido respecto al estilo de la iglesia, aventurando lo poco que aquel armatoste de desproporcionada geometría aportaba a la historia del arte. En realidad, historia del arte aparte, más que entendido aquel joven era un imbécil como quedó probado en ese mismo momento. Y tanto es así que una chica de azulinos ojos que se dirigía al interior del templo, al escucharlo le dijo con aristocrática dulzura "Quizás, señor, pero no sabe usted lo bien que se reza ahí dentro". Aquel imbécil era yo. Y aquella chica era el vivo retrato de Colorín.

Me había llevado a Saint-Augustin otra de las curiosidades leídas en el misterioso libro de marras. Durante la Revolución francesa la capilla de Sainte-Anne, Val-de-Grâce, fue saqueada por Petit-Radel, entre otros, que obtuvo como botín varios corazones de la familia real de Francia allí custodiados. En la época corría el rumor que los corazones humanos contenían una substancia con la que se conseguían suntuosos rojos y marrones para pintura al óleo. Y, añadía la leyenda urbana, con corazones de sangre real los colores eran inimaginablemente luminosos. Según testimonios, el pintor Martin Drolling compró a Petit-Radel tres corazones para componer colores con su polvo.

Cuando leí aquello busqué alguna obra de Drolling, hasta entonces para mí desconocidas. Quedé decepcionado, todo lo que vi del pintor era muy banal, su pintura carecía de interés, las obras no sobresalían de las creaciones de pintores corrientes de la escuela francesa decimonónica de antes del impresionismo, lo que los francés llaman petits-maîtres. Pero un viejo erudito de origen ruso, Shlomo Aronoff, asesor de mi suegro en pintura, me dijo que en el presbiterio de la iglesia de Saint-Augustin guardaban una obra profana de Drolling, donada por Napoleón III, de factura simple pero exuberantes rojos y marrones. Y allí fui con Aronoff persona respetada en todas partes por su honorabilidad.

El cuadro, de pequeñas dimensiones, representaba una habitación con chimenea en la que ardían leños de un rojo tan excepcional que quemaba la vista. Y sentada cerca del fuego, con su reflejo esplendoroso en la cara, me miraba imperturbable la joven que acababa de darme la cariñosa lección. Me miraba Colorín.

Hoy, en esta tardía hora de mi vida, confieso estos personales misterios como penúltimo homenaje a la descendencia del doctor Darío Álvarez Limeses, abuelo de Colorín y Berta, que tantos hombres de valía, y no digamos mujeres, ha dado.

*Economista y matemático