El racismo en los ámbitos deportivos es el colmo de la abyección. Además de ultrajar genéricamente a la persona humana, pisotea el ser y la esencia del deporte. Las sanciones al desgraciado que quiso ofender al futbolista Dani Alves en el estadio del Villareal, y al al salaz propietario de los Clippers de la NBA, son justas y necesarias, pero es menester que también sean ejemplarizadoras y disuasorias. El deporte mundial de todos los niveles y categorías sería infinitamente más pobre sin deportistas de origen africano, asiático o latino. Esto lo sabe todo el mundo, incluidos los neonazis que los contratan para enriquecerse y después los ofenden. Pero la sociedad planetaria y la dignidad imprescriptible de la criatura humana no son menos víctimas del reflejo discriminatorio, y esto hace insuficiente la sanción deportiva: esos miserables merecen castigo penal y desprecio civil.

Emocionaba ver la multiplicación del mensaje "No al racismo" durante el impresionante partido Bayern Múnich-Real Madrid en el gigantesco estadio muniqués. Era una reacción masivamente visible entre las muchas que se suceden en el mundo del deporte como cadena solidaria contra la aberración. En el inmediato mundial de fútbol, en las próximas olimpiadas y en cada una de las competiciones locales o de élite presentes y futuras, debería repetirse hasta obligar al racista a ocultar sus vergüenzas de una vez y para siempre. Y aun más en los espacios de la democracia, cuando se aproximan unas elecciones europeas que amenazan con resultados perversos en la cuota representativa de los hasta ahora casi marginales partidos neofascistas y neonazis. Su auge es el síntoma de barbarie propiciado por la degeneración de Europa.

Estos brotes del viejo continente son similares a los del nuevo, los "tea parties" que camuflan en razones político-económicas el reflejo de la superioridad racial; y nada digamos de la inmensa región islámica de la Tierra. En el deporte, la ciencia, las artes, la política, la economía, la sociedad civil y toda la vida de la democracia, esas pasiones son arrastres de un pasado de señores y siervos que es preciso enterrar en las simas de la historia como bochornosa desviación de la moral y el derecho. El futuro del mundo será inviable -ya lo es- sin un mestizaje universal de sangre y cultura. Aunque resulte difícil percibirla en toda su grandeza, la raza humana es única e indivisible. Por este principio pasa el único destino deseable para la especie.