Después de sacar a la luz la semana pasada algunas cosillas sobre el Submarino, aquel inolvidable antro de nuestra adolescencia donde tanto practicamos a escondidas el arte del futbolín, resulta obligado recordar ahora aquellos billares, chapolines y demás variedades que coexistieron en Pontevedra durante los felices años sesenta, e incluso antes y después de aquella década prodigiosa.

Al fin y al cabo, futbolín y billar se dieron la mano en muchos locales, incluido en el propio Submarino. De modo que en ambos deportes nos iniciamos y licenciamos varias generaciones, aunque con aprovechamientos bastante desiguales.

Un juego no tenía nada que ver con el otro, ni en lo teórico, ni en lo práctico, ni mucho menos en lo social. Sus diferencias eran muy grandes, hasta el punto de que mientras jugar al billar estaba bien visto, ocurría todo lo contrario con el futbolín. Aquél era más una cosa de señores y éste se consideraba un entretenimiento de badulaques, aunque a mucha honra.

La mesa de billar más suntuosa que hubo nunca en Pontevedra estaba instalada en el Café Moderno, dentro de la zona de tránsito entre sus dos salones. Bastante más tarde llegó la mesa de futbolín junto a un lateral de la barra, pero su aceptación nunca fue muy grande.

El desplazamiento ligero de aquellas bolas de marfil auténtico sobre su paño aterciopelado, a la sombra del gran mural pintado por Laxeiro, proporcionaba a cualquier jugador un gustazo especial. Su ambiente imponía un gran respeto en torno a aquella mesa, que provocaba en el incipiente billarista un apreciable miedo escénico.

Hoy la mesa de billar del Moderno disfruta de una plácida vejez, con todos los cuidados habidos y por haber, en casa de un avispado pontevedrés que gusta de preservar su tesoro en el más estricto anonimato, y yo no voy a romperlo aquí.

Muchos abuelos e incluso bisabuelos actuales aún recuerdan los bares más populares que contaban con billares y chapolines en la Pontevedra de la República, especialmente dos: el Bar Equis y el Bar Bella Helenes. El primero estaba situado en la esquina misma de las calles Riestra y Gutiérrez Mellado, donde hoy se encuentra la oficina del Citibank, en tanto que el segundo disfrutaba de un lugar privilegiado en un paseo lateral de la Alameda, más abajo del bar de Luís, donde ahora está el actual Cafetín.

En el Bar Equis se practicaba el billar francés, o sea de carambolas y sin troneras, al tiempo que los jugadores daban cuenta de unos suculentos bocadillos. Por el contrario, en el Bar Bella Helenes, que todo el mundo conocía popularmente como el Café del Barbas, había un billar americano o chapolín. Por supuesto, su propietario no tenía un solo pelo en la cara, pero gastaba una mala leche permanente.

Al igual que ocurrió más tarde con el Submarino, los chavales que copaban a clase en el Instituto fueron los principales clientes de ambos billares en aquellos trepidantes años. Y cuando el Blanco y Negro tomó el relevo del Café de las Navas en su mismo lugar junto a Las Palmeras, también dispuso de un billar para atraer clientes más jóvenes.

La masa social del Liceo Casino y del Círculo Mercantil, las sociedades recreativas con mejores locales en aquel tiempo, disfrutaron igualmente de varias mesas de billar. La afición resultó siempre mayor en el segundo que en el primero. Cuando el Mercantil estuvo en la calle Michelena, esquina con Fernández Villaverde, acogía unos campeonatos muy concurridos, al estilo de los que ahora celebra el Billar Club Pontevedra en su feudo de A Raxería.

Los chavales más jóvenes tenían que conformarse con los billares y chapolines más cutres que hubo primero en las dependencias de Acción Católica, frente a la plaza del Teucro, y luego en la OJE, al pie de la Peregrina, encima de Tobaris.

La entrada en los locales de Falange estaba restringida a los afiliados de la OJE y prohibida al resto de los mortales. Allí tratábamos de colarnos cada vez que podíamos para disfrutar de un extraño chapolín o billar ruso, hasta que aparecía Naro, el guardián de las esencias, y ponía a la mitad de la muchachada en la calle.

"¡Chaval, fuera de aquí, que tú no eres de Falange", decía con autosuficiencia, y hundía en la miseria a quienes no sabíamos de que iba aquella segregación injusta que nos impedía jugar al billar.

El juego que instaló en su barbería de Pontevedra un peluquero francés en 1733

Bien sabido resulta que la difusión del billar en España se inició de la mano de los antepasados del Rey Juan Carlos, a imagen y semejanza francesa de la corte de los Borbones. Luego se hizo célebre la frase: "Así se las ponían a Fernando VII", que todavía hoy mantiene su vigencia, dos siglos después.

Aquel rey tan cuestionado tenía una pasión irrefrenable por el billar, en buena medida porque siempre ganaba. Su camarilla de cortesanos se esforzaba cuanto podía, no solo por fallar sus tiradas, sino también por dejar al rey las bolas muy cerca para facilitar sus carambolas.

Antes de Fernando VII, no obstante, ya habían hecho lo propio algunos jugadores pontevedreses a finales del siglo XVIII. Muy probablemente el billar se introdujo en Galicia a través de Pontevedra. Tal circunstancia vendría avalada por un viejísimo documento localizado por don Enrique Fernández Villamil, el archivero y bibliotecario que dejó en esta ciudad una huella indeleble.

Un peluquero francés sería quien primero montó en su barbería, tras establecerse en esta ciudad, una mesa de billar para entretenimiento de sus clientes.

"Bernardo Dastre, de nación francesa y residente en esta villa, con la mayor veneración representa a V.S.I. hallarse para establecer su persona oficio de peluquería y real mesa de billar para la diversión pública en ella, por lo que hace constar a todos su acendrada conducta. Suplica rendidamente a V.S.L. concederle el permiso oportuno€."

Así rezaba la papeleta casualmente descubierta por Fernández Villamil que el peluquero Dastre dirigió al Ayuntamiento de Pontevedra el 27 de abril de 1773.

De acuerdo con la investigación del eminente archivero, el ayuntamiento autorizó la apertura del local y el establecimiento de la mesa de billar. Solo impuso como condición al solicitante su acatamiento de la Real Pragmática de Carlos III, fechada el 6 de octubre de 1771. Aquella norma prohibía los juegos de envite, pero autorizaba aquellos otros que no fueran de suerte o azar, como era el caso del billar.

Bernardo Dastre se comprometió a observar tal requerimiento y así pudo abrir su peluquería con mesa de billar, según la reseña divulgada en 1945 por Fernández Villamil, que dejó bien custodiada en el Archivo Histórico Provincial.