Estoy convencido que el (sub)nivel cultural y carencia de elegancia de un país occidental se mide por cuántas veces se cante al año "Cumpleaños feliz", "Es un muchacho excelente" y el himno nacional. Respecto a estos criterios, Galicia debe ser una de las regiones menos cultas y elegantes de Europa. No solo Galicia, por supuesto, España entera muestra facetas cutres e inelegantes hasta el punto que la gente aplaude al difunto en funerales y entierros como si acabara de cantar maravillosamente un aria inigualable.

Ocurre que en Galicia a todo el mundo tiene que dársele el nombre de una calle, incluso en vida, ser premiado públicamente por algo, un cortometraje infumable quizás, tal vez por un libro que nadie leerá; al más pintado hay que subvencionarle un disfraz de comandante presto a combatir las tropas de Napoleón o hacerle tres homenajes a otro que pasaba por allí gheada en ristre aunque fuere para asar sardinas o tocar pasablemente la gaita escocesa. Y además es frecuente, en acontecimientos de semejante magnitud histórica, beber y comer por la cara. No digo gratuitamente porque, en última instancia, alguien suelta los fondos. Hasta hace poco, Europa; últimamente, los contribuyentes que en compensación exigen más inversión en sanidad y educación a pesar de que el Estado sigue endeudándose por gastar más de lo que recauda.

Casi todo lo que se alaba públicamente en Galicia es prescindible, agrandado sin embargo por un desmadrado festejo de lo patriótico en sus diferentes versiones, sean artísticas, culinarias, literarias o históricas. Esta teatralización de la pequeñez, provincianismo e ignorancia ensoberbecida viene del franquismo, de la complacencia en lo mediocre. Viene del acomodamiento a la cultura de la facilidad, viene del sometimiento gozoso a un proteccionismo cultural insidioso, estrecho, carente de espiritualidad, vulgar cual portada de revista en la Transición. De aquel palabreo tan valiente, en el país de héroes en pantuflas, solo podía salir lo que hoy es España en sus periferias. Estas Jefaturas del Movimiento autonómico, estas literaturas de misal regionalista, esas raciales cruces y espirales célticas a modo de littorios y esvásticas, estas camisas azuis independentistas hijas del fascismo de Vicente Risco.

Se trata, esencialmente, de evitar las comparaciones desfavorecedoras y la competición abierta que exige el cultivo de valores más elevados. Si la reputación alcanza el Padornelo ¿para qué sentar cátedra en Cambridge? De ahí la manía de las gesticulaciones grandilocuentes y el recreo por insistencia en "o noso" a falta de comprensión de lo que significa progreso y modernidad.

Tanto infantilismo, tamaña irresponsabilidad narcisista ni siquiera es atemperada por el vozarrón de algún intelectual cascarrabias -salvo el gran Oroza- que se desgañite oponiéndose a la peste que está resecando el alma, si alguna queda, de los gallegos. Gente única, los gallegos, auténtica en su pluralidad tranquila y silenciosa. O así era antes. Así era hasta que a alguien se le ocurrió título tan cursi y pomposo como "Alba de gloria" y empezó la competición a ver quien suscribía el aldeanismo más gordo.

No digo que no haya que premiar los pequeños logros por modestos que sean -también tienen su mérito, en ocasiones muy grande- pero cuando se cae en la admiración repetitiva de lo banal, lo previsible es que una parte de la sociedad se incruste en un esnobismo pendular que lleva a otro tipo de aldeanismo: el de las élites autoconsideradas cosmopolitas. Desde la visión del mundo de los nuevos ricos, y horteras de siempre, que sienten grima en el roce con el pueblo siendo ellos mismos vulgo espeso y municipal, los niños no deben mezclarse con la masa, hay que educarlos en colegios bilingües, so british, y sin mosquitos, con clases particulares de música para hacer bostezar a los invitados en los saraos que organizan los papás para sacarse en procesión a sí mismos. Estos, claro está, son los de "Cumpleaños feliz" en versión japiberdei.

Ahora bien, habida cuenta que los del japiberdei ocupan poco espacio social, lo notoriamente constatable sigue siendo la entusiasta adhesión obligatoria a la estética patriotera que, desde hace ya mucho tiempo, no da más de sí aunque en un principio el respeto, revalorización y perfeccionamiento de lo propio no carezca de justificación para defenderse de la mentalidad simiesca que imita sin ton ni son lo extranjero. Y hasta en esto fallamos. Porque el despliegue obsceno de la vaciedad intelectual que salta de "o noso" a lo extranjero sin pasar por España desconcierta a los gallegos que no participen, más allá de lo naturalmente espontáneo, del rancio fiestón en curso, consistente, matices aparte, en sacralizar un sentimentalismo enxebrista de corazones pequeños y barrigas grandes.

No todo es negativo, felizmente, y en medio del páramo sobresalen algunas erguidas cabezas que destacan con elegancia. La elegancia ajardinada por la delicada discreción de la Galicia con clase. No hace mucho dediqué en este periódico un artículo a Pepe Luis Méndez-Ferrín que rematé con un error al atribuir a Lamartine un poema de la autoría de Joachim du Bellay. McFerrin, amigo de alma inmensa, selecta, de quien sigo aprendiendo desde el corazón -si bien mi percepción de Galicia es distinta a la suya- se percató de inmediato y ambos nos reímos del despiste. Pero también Xavier Rodríguez Baixeras y Gustavo Luca de Tena, con los que no mantengo relación, cazaron el gazapo a la carrera, cada uno por su cuenta, haciéndomelo saber con alta elegancia, por terceros, sin necesidad de alertar al mundo con una carta incendiaria al periódico, para colgarse una medalla de hojalata, como hubiese hecho cualquier otro con menos casta. Tengo justificados motivos para desagraviarme del despiste pero particularmente los tengo para enviar a Rodríguez Baixeras y a Luca de Tena mi respeto profundo y, de consuno, a la Galicia elegante.