Los políticos constituyen el tercer problema nacional tras el paro y la crisis. Lo tienen ganado a pulso. Los casos de sucias comisiones, opacidades y sueldos recrecidos por oscuros procedimientos -con ejemplos de todos los colores- azuzan el desafecto. La corrupción es consustancial a la vida misma y ni las democracias avanzadas han conseguido erradicarla. Camuflarla, mostrarse indiferente o asumirla como parte inevitable de las cloacas del sistema ya no tanto.

Las conferencias de prensa sin preguntas, la aversión a dar explicaciones, las incomparecencias para evitar materias espinosas, la ausencia de debates con contenido, la renuencia a aclarar de dónde proceden sus dineros y quién y cómo sostiene a sus liberados son la norma hoy entre los políticos, que parecen actuar como si su único propósito fuera perpetuarse en la endogamia. El desapego crece y lo asumen con frialdad. Trabajan poco para evitarlo aún siendo conscientes del peligro que implica porque fomenta radicalismos de todo tipo.

Ante la reciente ola de corrupción y escándalos económicos que nos invade, los partidos no pueden seguir morando felices en su círculo oligárquico. Y menos tener la desvergüenza de pedir al contribuyente duros sacrificios siendo incapaces de abordarlos en su propia casa: mantienen aparatos orgánicos clientelares, alimentan monstruos para pagarlos y disfrutan de privilegios exclusivos -ayudas a vivienda, kilometraje, descuentos, talones al portador y condumios varios- de los que no rinden cuentas.

La mayoría de esas gigantescas maquinarias, de la derecha, de la izquierda y de los transversales, resulta innecesaria pero engorda para premiar el único valor que cotiza al alza: la fidelidad al jefe. El militante que posea iniciativa o libertad de pensamiento es un sacrílego.

Los ciudadanos están cansados de frases redondas cuando arrecian tormentas como estas y de comprobar cómo luego nada cambia. El sistema de financiación de las formaciones políticas está podrido. En la práctica, los partidos se autorregulan y carecen de controles. El poder casi ilimitado que acumularon en la Transición para fortalecerse frente a las tentativas golpistas acabó por viciarse. Su vida interna representa lo menos democrático de la democracia.

A los ciudadanos les toca ejercer la autocrítica. Para ser justos, ni el poder está enteramente en manos de golfos ni la sociedad integrada por santos. El acto corrupto surge porque alguien lo propicia, lo tolera o no lo castiga lo suficiente, ni siquiera en las urnas. La máxima culpa la tiene quien delinque, pero también las personas permisivas con los negros sumideros, las que tratan al pícaro como a un héroe, presumen de evadir al fisco o contratan obras sin IVA.

Nadie a estas alturas duda de que quienes optan por servir a los demás merecen salarios acordes con la grandeza de su misión. Pero una cosa es vivir para la política, convirtiéndola en una dedicación en la que, por encima de la remuneración, predomina un buen propósito para la comunidad, y otra vivir de la política, ahormándola como fuente rutinaria y duradera de ingresos copiosos, olvidando en favor de cruzadas particulares el fin por el que adquiere legitimidad. A eso cabe llamarlo cuando menos corrupción moral si es que los jueces son incapaces de declararlos corruptos con todas las consecuencias.

Planean muchas dudas acerca de los fondos que llegan a los partidos y a los políticos. Al PP nacional lo señalan por sobresueldos en sobres de la contabilidad B. En el PSOE fundaciones satélites engordan la nómina inventando articulistas fantasmas. Aquí, en Galicia, llevamos meses de sobresalto en sobresalto con imputaciones de todos los colores y supuestas tramas de corrupción a gusto del consumidor, en medio del estupor generalizado de los ciudadanos.

La regeneración tiene que venir de la sociedad. No se trata de rizar el rizo, ni de aprobar más decretos que nadie, ni de propiciar pactos que sólo sirven para fotos de cara a la galería. Basta con tener pocas normas pero claras, y la voluntad de cumplirlas. En otros países, por mentir o lucrarse un candidato acaba en la calle, penalidades judiciales aparte. Aquí los hay que repiten en las listas electorales. Los contribuyentes, y los más débiles mucho más, pagan la cuenta mientras algunos desvergonzados políticos tienen el descaro de vivir a cuerpo de rey alejados de la necesaria intención de servir al bien común.

La rectitud y la decencia tienen que recuperar la nobleza de su significado. La democracia son partidos y políticos, aunque funcionando de manera diferente y con métodos de depuración garantizados para descubrir y resolver las impurezas. Exigirlo no significa poner en cuestión las reglas de juego ni la credibilidad de la democracia, sino fortalecerlas y evitar su grotesca deformación que tanto anhelan quienes sueñan con destruirla. Podríamos empezar, por ejemplo, por desarrollar la cultura de la dimisión, o sea de la asunción de responsabilidades, y relanzar la ética de lo público.