El Tribunal Supremo ha condenado al juez Baltasar Garzón a 11 años de inhabilitación en el ejercicio de su cargo y a una multa de 2.520 euros por un delito de prevaricación y por "restringir sustancialmente el derecho de defensa", decisión a la que no pudo conducirle "ninguno de los métodos de interpretación del derecho usualmente admitidos". La sentencia, durísima, llega a atribuir a Garzón "prácticas que en los tiempos actuales solo se encuentran en los regímenes totalitarios en los que todo se considera válido para obtener la información que interesa, o se supone que interesa, al Estado, prescindiendo de las mínimas garantías efectivas para los ciudadanos y convirtiendo de esta forma las previsiones constitucionales y legales sobre el particular en meras proclamaciones vacías de contenido". El juez de la Audiencia Nacional ha sido apartado definitivamente de la carrera judicial, además de ser incapacitado durante el tiempo de la condena para cualquier empleo o cargo con funciones jurisdiccionales o de gobierno dentro del Poder Judicial o con funcionales jurisdiccionales fuera del mismo. La condena significa que Garzón, para volver a la Judicatura, debería presentarse a las oposiciones de judicatura.

Esta es la primera causa por la que el juez de la Audiencia Nacional se sentó en el banquillo de los acusados por cometer un supuesto delito de prevaricación y otro de uso de artificios de escucha y grabación con violación de las garantías constitucionales. Tiene pendiente el segundo juicio celebrado contra él en el Tribunal Supremo, por un presunto delito de prevaricación cometido al investigar los crímenes franquistas careciendo de competencia para ello.

Lo primero que hay de de decir es que no se trata de un caso único de condena a un juez. Uno de los casos más mediáticos fue el de Javier Gómez de Liaño, compañero entonces de Baltasar Garzón en la Audiencia Nacional, que fue condenado a 15 años de inhabilitación por el Tribunal Supremo el 15 de octubre de 1999 por prevaricación en el "caso Sogecable". Javier Gómez de Liaño fue finalmente indultado por el Gobierno de José María Aznar en diciembre de 2000 y el CGPJ decidió readmitirle en la carrera judicial dos años después. Sin embargo, no ha vuelto a ejercer.

Antes de Liaño solo había habido un precedente, el del exjuez Pascual Estevill. El Tribunal Supremo condenó a seis años de inhabilitación en julio de 1996 al entonces vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) por un delito continuado de prevaricación y dos de detención ilegal. La sentencia consideró probado que Estevill adoptó decisiones a sabiendas de que eran injustas por "íntimas convicciones extraprocesales", entre ellas el ingreso en prisión de tres personas. Años después, en enero de 2005, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) le condenó a nueve años de prisión por delitos de cohecho y prevaricación en el proceso de corrupción más grave detectado hasta entonces en España.

En julio de 2002, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) condenó a dos años de prisión y 18 años de inhabilitación al juez de la Palma del Condado (Huelva) Justo Gómez Romero por cohecho, prevaricación impropia y exacciones ilegales cometidos en 1996.

En diciembre de 2009, el Supremo aumentó de dos a diez años de inhabilitación la condena al juez Fernando Ferrín Calamita por prevaricación al retrasar la adopción de una menor que había sido solicitada por parte de la compañera sentimental de la madre biológica.

El pasado mes de octubre, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) condenó al juez de Familia de Sevilla Francisco Serrano a dos años de inhabilitación por prevaricación culposa al prorrogar el régimen de visitas de un padre divorciado a su hijo.

Por su parte, el juez de Marbella Javier de Urquía fue condenado por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía a 10 años de inhabilitación, pero el Supremo le absolvió de este delito en marzo de 2009 y solo confirmó la pena de dos años de prisión por cohecho al aceptar dinero del exasesor urbanístico marbellí Juan Antonio Roca.

La conclusión de todo ello es que la ley es igual para todos, incluidos los jueces.

Un juez prevarica cuando dicta un fallo objetivamente contrario al ordenamiento jurídico. El juez que, con independencia de cuál fue su propósito, aplica el Derecho correctamente al caso concreto no lleva a cabo una prevaricación. El juez que no lo aplica, prevarica, si, por ejemplo, aplica erróneamente el Derecho.

El delito de prevaricación es el más grave que se puede imputar a un juez, pues significa que ha torcido la ley para una finalidad distinta de la prevista. La grabación en los locutorios de la cárcel de las conversaciones de los abogados de Correa y Crespo para averiguar la estrategia de defensa es lo que se ha considerado punible, pues ello solo estaba permitido para los casos de terrorismo y previa autorización judicial. Lo grave del caso es que el propio Garzón era consciente de ello y lo hizo, y además lo ordenó de forma indiscriminada y general; es decir, no solo con los abogados designados sino con cualquier otro que pudiera designar, con lo que ordenó una especie de causa general para ver qué podía averiguar.

Los hechos eran graves y burdos y prueba de ello es la unanimidad de los siete magistrados del Tribunal Supremo que lo han condenado. De permitirse la intervención indiscriminada de las intervenciones telefónicas, el derecho de defensa hubiera quedado seriamente afectado y estaríamos más próximos de un Estado policial que de un Estado de Derecho. No todo vale y los jueces son los primeros en respetar la ley. La Justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo Justicia y la verdad no puede alcanzarse a cualquier precio.

Los ciudadanos han de estar muy tranquilos porque no hay ninguna persecución al juez Garzón, ni tiene nada que ver con los crímenes de la Guerra Civil; la condena lo es por violar derechos fundamentales de los clientes con sus abogados y por la simple suposición de que los sospechosos continuaban cometiendo delitos, o la mera posibilidad de que lo hicieran.

De aceptarse lo que hizo el juez Garzón, se podría interceptar teléfonos de meros sospechos para ver si los cogemos en algún fallo, pero sin ninguna finalidad de investigación concreta.

"Quién custodia a los custodios", la frase del poeta romano Juvenal, escrita un siglo antes de Cristo, tiene hoy más actualidad que nunca.

*Presidente de la Audiencia Provincial de Girona