Reputado de extremista, xenófobo e incluso ultraderechista, el político holandés Geert Wilders acaba de ser absuelto por los tribunales de la acusación de incitar al odio y a la discriminación racial en su país. Wilders tiene pendiente aún, eso sí, la condena a muerte sin juicio previo que dictaron contra él algunas organizaciones islámicas de la rama más extrema por el delito –a todas luces reprobable– de calificar como "fascista" el contenido del Corán. Tal vez por eso el líder del Partido de la Libertad se vea obligado a moverse entre una nube de escoltas en un país donde el primer ministro pasea por las calles con un grado de protección mucho más relajada.

Suena algo raro que un dirigente de la ultraderecha use el calificativo "fascista" en términos peyorativos, pero se conoce que Holanda es, también en este aspecto, un país singular. Tanto, que el partido del extremista Wilders sostiene a la moderada coalición de centro liberal que actualmente gobierna en la tierra de los tulipanes y la tolerancia.

Tulipanes aún quedan –y muchos– en los Países Bajos, pero la tolerancia que era su otra insignia se estaría resquebrajando un tanto a juzgar por el millón y medio de votos que recaudó Wilders en las últimas elecciones con un programa basado mayormente en poner coto a la inmigración musulmana.

Raros como son los holandeses, tal vez hayan influido en su ánimo y en su voto los asesinatos del cineasta Theo Van Gogh y del político Pim Fortuyn a manos de fanáticos que decían actuar en nombre de Alá. Van Gogh era un ateo liberal de ideas más bien próximas a la izquierda y Fortuyn un homosexual militante al que inquietaba el destino reservado por el Islam a los gays y a las mujeres, pero en ambos casos –como ahora sucede con Wilders– se subrayó su presunta condición de "extremistas". Sin más que añadirles ese adjetivo ominoso ya parecía que sus verdugos los habían asesinado un poquito menos o que, en todo caso, algo habrían hecho para que les pegasen un tiro.

En realidad, Wilders y compañía no dijeron nada muy distinto de lo que sostenían los firmantes del manifiesto contra el "totalitarismo religioso" difundido hace cinco años por Salman Rushdie y una docena de perseguidos por sus reproches al fundamentalismo islámico.

Si Wilders compara, algo anacrónicamente, el Corán con el "Mein Kampf" de Hitler, los autores del ya olvidado manifiesto no dudaban en afirmar que el Islam "es una ideología reaccionaria que mata la libertad, la igualdad y el laicismo donde quiera que esté presente". Condenados a muerte por delitos tan excéntricos como el de blasfemia en el caso de Rushdie o el de "apostasía" imputado a la escritora bengalí Taslima Nasreen, hay que admitir cuando menos que los autores de tales afirmaciones las hacían con conocimiento de causa. Más que un choque o una alianza de civilizaciones, venían a decir, lo que ahora mismo se está ventilando –y no sólo en Holanda– es un conflicto entre "demócratas y teócratas".

Sobra recordar, desde luego, que la intolerancia no es patrimonio de religión alguna en particular. Todas las de orden monoteísta se proclaman intérpretes únicas y verdaderas del credo revelado por el Altísimo, dogma que inevitablemente las lleva a fulminar –siempre que pueden– a cualquier hereje que se les cruce en el camino. Pasó con la Inquisición de la teocracia cristiana y sigue pasando ahora, desgraciadamente, con las que rigen en no pocos países de mayoría islámica donde el calendario marca todavía –y de manera tal vez no accidental– el año 1400 y pico.

Lo que en el fondo ha conseguido el islamófobo Wilders en Holanda es que se le reconozca el derecho a expresar la manía que evidentemente le tiene al Islam e incluso a recolectar votos algo ventajistas a cuenta de ello. Tal vez los jueces quisieran igualar así a este extremista con otros no tan populares que apenas corren peligro por expresar a diario sus fobias antijudías y anticristianas en Europa.