Desde los días ya lejanos en los que recorrían las vías los trenes de carbón, no he vuelto a tener la sensación de formar parte de un mundo a punto de dar un cambio que lo dejase casi irreconocible. Algo dentro de mí me avisó entonces, cuando yo era solo un muchacho, de que en cualquier momento a mi juventud se le acabaría la indulgencia del tiempo, muchas de aquellas niñas se malograrían y se quedaría para siempre sin humo el viejo tren de madera que al pasar sobre las traviesas levantaba del suelo las palomas y aplaudía como claqué en aquel paisaje en el que el viento estrenaba cada día las crines de los caballos, la libertad y la maleza. Supongo que aquella sensación de cambio inminente la sentí porque me encontraba a gusto en una edad en la que no hay una sola experiencia en la que la ilusión de conseguir algo sea menor que el miedo de no lograrlo. A mi me parecía entonces que las cosas que verdaderamente valían la pena eran las que ocurrían cerca, como el alboroto de los niños, las heces como al óleo de las gaviotas o los reflejos del sol estrangulados en las trenzas gramadas de las niñas; cosas manuales y sencillas, como el olor de las tiendas de coloniales, el seseo de las bicicletas en las calles de arenisca y el aroma limpio y carnal del jabón del afeitado; relojes de resina y vidas de letra pequeña que se sabía que jamás saldrían en las páginas de los periódicos. Todavía a veces me siento al anochecer en los andenes del ferrocarril, recuerdo el viejo tren de madera, pienso entristecido que aquel mudo fue demasiado breve y enseguida me repongo y agradezco la suerte enorme, acaso inmerecida, de haber vivido en una época en la que el tiempo pasaba tan despacio que era lunes hasta bien entrada la tarde del jueves; en un momento biográfico en el que incluso olían a fruta las piedras, en las pestañas de las niñas garabateaba como taquigrafía la larva de la que brotaría luego la seducción y la lascivia, en las cartas se agarraba como púas de guitarra la letra arácnida de las novias de los soldados y todo en el fondo me parecía tan decente, tan benéfico, que hasta me daba por pensar que las llamas que se cernían sobre el bosque en realidad despertaban la mirada, avivaban el sexo y refrescaban el campo. Ya desaparecieron hace muchos años los trenes de madera en mis paisajes. Todavía a veces los escucho como aplauden, –lentos como la desgana, reacios como la memoria– en las traviesas de mis recuerdos, entrando en todas las estaciones a deshora, pobres y terminales, testigos calmosos de un tiempo en el que a mí hasta me parecía posible que en la cucaña del último humo del tren vería trepar a ciegas, como un sudario, la pantomima verde de la hiedra.

Puede que sea una estupidez, pero a mí me gustaban aquellos trenes de humo y de madera. No solo porque iban más lentos que la vida y a veces casi desandaban el camino, sino, amigo mío, porque rodando paralelo al río Ulla, camino del mar, aquel tren amarillo era como un texto con cuya caligrafía hubiese podido convertir en literatura el humo azul del último tintero.