No viene a cuento exagerar, la época de los kamikazes ha pasado, pero, aun así, el civismo, dignidad, discreción y organización de los japoneses ante la catástrofe que están viviendo es ejemplar. Es cierto que se echa en falta el ancestral heroísmo –algunos camioneros se han negado a entrar en las zonas afectadas–, pero no han caído colectivamente en el deshonor de Haití; y que me disculpen los cortos de vista y largos de prejuicios. Los japoneses tienen conciencia de vivir en sociedad; los haitianos, no. Y es que la relevancia de la sociedad japonesa frente a la discreción de la que suelen hacer gala los individuos queda patente hasta en la lengua, llena de matices, borrosa en las expresiones, característica de su voluntad de evitar decir algo que se preste a la polémica por demasiado directo o preciso, pero sin amparar la hipocresía ni cobardía moral, sino apuntando la voluntad consciente, facilitada por los claroscuros de la lengua, de no significarse y preservar cierto anonimato. Primero, la sociedad, la colectividad, la nación; después, el individuo.

Tampoco hay que dudar que la novelista Amélie Nothomb sea una excelente conocedora de Japón. Por haber nacido en Kobe, hija de diplomático belga, pero sobre todo por estar familiarizada con la lengua, la cultura y el mundo empresarial del país. No obstante, asimismo algo conozco yo y creo que los estereotipos vertidos en una de sus novelas ("Stupeurs et tremblements") utilizados profusamente estos días, corresponden más a su propia obsesión revanchista, animada por un ajuste de cuentas personal, que a la realidad profunda que habita la sociedad japonesa. La interpretación de Nothomb no ayuda a entender el comportamiento de los japonés frente a la adversidad porque el cliché que expone –y encuentra amplia aceptación entre los españoles permeables a lugares comunes y al simplismo elocuente de las caricaturas– falsifica el alma de los japoneses caricaturizándolos en personajes híper-disciplinados que jamás llevan la contraria a los jefes ni se quejan públicamente, atenazados por un respeto casi religioso a las jerarquías hasta el punto de saludar con inclinaciones reverenciosas los ladridos que les lanzan los de arriba.

Ahora bien, como en toda caricatura la exageración del trazo no excluye cierta acuidad de lo observado. Es cierto que las jerarquías son visibles y activas en Japón y no lo es menos que los rangos no son meramente honoríficos, pero su significado no es el mismo que tiene entre nosotros. En España, las relaciones jerárquicas se viven mal, con encono y enfrentamiento, como una guerra de guerrillas de todos contra todos a ver quien se la juega a quien con vehemencia, habilidad y pundonor de emboscados. En Japón, el superior jerárquico es sobre todo un primogénito –el primero en arrogarse, llegado el caso, el sacrificio por la colectividad– que debe orientar y transmitir sus conocimientos a las personas situadas en rango inferior hasta que estén plenamente maduras y capacitadas para asumir las responsabilidades que les correspondan. Por tanto, "superioridad" e "inferioridad" son las consecuencias naturales del necesario respeto entre los miembros de la organización social para que la transmisión de la experiencia pueda discurrir fluidamente. El resto, las apariencias, las reverencias y todo eso son puras convenciones, fruto de un estilo, que si bien no carecen de pertinencia tampoco reflejan servil sumisión. Temo, sin embargo, que a los españoles estas explicaciones puedan parecerles harto extrañas al ser la rebeldía, Cela dixit, la virtud más vivificante de nuestro pueblo, cuyo exceso, añadía, nos esteriliza. Reflexionemos: ¿cómo nos comportaríamos si nos ocurriera lo de Japón? No tengo la menor idea, pero hay algo de lo que no dudo: echaríamos la culpa a alguien.

Jerarquías aparte, Nothomb acierta, sí, en el relato de una sociedad que subsume al individuo en un magma de despersonalización en beneficio de la colectividad sea esta la empresa, el barrio, el transporte público o la nación. En este sentido, un ejemplo oportuno, recientemente reconsiderado, es el de los kamikazes, palabra que aglutina por sí misma el sentido de colectividad distinta y especifica de Japón, cuya insularidad le ha conferido buena parte de sus trazos peculiares, voluntariamente diferenciada del resto del mundo. Kamikaze significa "Viento divino" en referencia agradecida a la tormenta que en 1291 hundió una flota enviada desde China con ánimo de conquista.

Contrariamente a la leyenda, muchos kamikazes –ahora lo sabemos por numerosos documentos de despedida que dejaron, recientemente sacados a la luz– sentían miedo y estaban tristes por morir tan jóvenes (alrededor de los 20 años), empero no desertaban ni se rebelaban. Sucedía que, presionados socialmente, se presentaban voluntarios para un sacrificio superior a sus ardores guerreros. Y es que la vergüenza, el oprobio, la humillación, habrían sido peores que la propia muerte. Así se explica en parte el ejemplar comportamiento general de los japoneses frente a la adversidad: los nipones asumen con entereza la sanción individual, verbigracia el castigo del maestro al discípulo, pero se mueren de vergüenza ante la sanción colectiva. Por tanto, cuando toca sacrificarse por la nación, por la colectividad, como en este momento, nadie se escaquea ni hace aspavientos. Quizás por ello Tokio, en relación al número de habitantes, sea proporcionalmente la ciudad más segura del mundo. El criminal allí tiene que asumir dos sanciones; la condena penal, de carácter individual, que soporta como puede; la condena social, que le resulta insoportable por costosa en términos de deshonor. Hasta en detalles menores los japoneses son muy respetuosos de la ley precisamente por esa presión colectiva. Hace un par de años, un taxista me tuvo, a las cuatro de la mañana, un cuarto de hora parado ante un semáforo en rojo sin ningún coche ni peatón visible en el horizonte; y eso que estimulado por el sake le berreaba, creo que hasta en gallego, que arrancara, que pagaría yo mismo la eventual multa.

Se ha dicho hasta la saciedad, y es cierto, que Japón constituye una simbiosis perfecta de tradición y modernidad. Dejando de lado algún intento involucionista como el del escritor samurái Yukio Mishima –que acabó en muerte ritual según los cánones– Japón es un país muy abierto al mundo, política, científica, cultural y económicamente. Los japoneses están atentísimos a todo lo que se hace en el extranjero sin marginar campos en los que se creen los mejores, como la gastronomía. Pero lo que encontramos en Japón de extranjero no es porque alguien lo haya exportado sino porque ellos lo han importado y, en general, readaptado. Los japoneses adaptan todo a su gusto y siendo enormemente perfeccionistas –al estilo de los ingleses del siglo XIX– intentan mejorarlo en la convicción de que aunque llegaron después que los occidentales a la ciencia son más capaces. Esta es una de las razones de numerosas disfuncionalidades y errores que se observaron en la construcción, accidente y gestión de Fukushima: los japoneses son muy arrogantes y poco dados a reconocer errores frente a los extranjeros.

Evidentemente, para entender el ethos japonés caben distintas interpretaciones de las que aquí expongo –verbigracia, la del fallecido profesor de la London S.E., Michio Morishima en "Why Has Japan Succeeded?"–, pero todas comparten elementos comunes incluidos los aparentemente inexplicables. Sin ir más lejos, me preguntaba el otro día un amigo del periódico ¿por qué los japoneses no lloran? Llamé a Tokio y mi interlocutora me dio una respuesta imparable: porque las desgracias atraen desgracias; las avispas pican las caras de la gente que llora.