Prohibido en tiempos del franquismo por atentar contra las buenas costumbres, el Carnaval se ha convertido ahora en una fiesta de cariz inesperadamente gubernamental que los ayuntamientos organizan y subvencionan -con programa de mano incluido- para que las comparsas critiquen al alcalde. Todo ello dentro de un orden y bajo el control del propio alcalde, como es natural.

Al irreverente Don Carnal que vetó el Caudillo en los tiempos cuaresmales de la dictadura lo han institucionalizado ya en democracia los concejos y otros organismos públicos empeñados en dirigir incluso los impulsos libertarios de la población. O nos lo prohíben o nos obligan a divertirnos reglamentariamente en una cabalgata guiada por la Policía Local. El caso es no dejar que la gente haga lo que le parezca en este país famoso por su aversión a la libertad, donde todo aquello que no está prohibido es obligatorio.

Bien es verdad que el Carnaval sobrevivió -milagrosamente-bajo la forma de Entroido o Antroido a la persecución de los años del franquismo en determinadas áreas rurales de Galicia. El Entroido gallego -como el Antroxu de Asturias- viene de “introito” o lo que es lo mismo, introducción: ambigua palabra latina que tanto puede aludir a cierto pasaje de la misa como al canal de acceso a la vagina de las señoras. Se diría que esta última acepción, tan gozosamente vinculada a los placeres de la carne, es la que mayor relación guarda con la fiesta de Don Carnal; pero no conviene dejarse guiar por las apariencias. En realidad, el Entroido toma su nombre en Galicia del período de “Introito” a la Cuaresma que viene a coincidir con los días del Carnaval pagano.

Ya fuese por ese origen litúrgico, ya por el carácter tradicional -y hasta arcaico- de los carnavales agrarios de este reino, lo cierto es que aquí sobrevivieron sin mayor problema los peliqueiros de Laza, las pantallas de Xinzo, los generales del Ulla y las madamas de Vilaboa, entre otras coloristas formas adoptadas por Don Carnal en Galicia.

No ocurrió lo mismo con el Carnaval en su versión urbana, infelizmente. Algo de olor a azufre libertario y por tanto diabólico debió percibir Franco en las carnestolendas, que fueron directamente prohibidas por su régimen y ya solo tendrían una desvaída continuación durante cuarenta años bajo el eufemismo -algo cursi- de “Fiestas de primavera”. Fue un mero sucedáneo del Carnaval que incorporó a la tradición novedades tan curiosas como el “baile de fachas” y el “asalto-baile”. Dos aportaciones que no dejaban de tener su lógica habida cuenta de que casi todo el mundo era oficialmente “facha” en aquel entonces. Y algo había también de asalto militar por el bando de los varones (y de defensa de la plaza por el de las mujeres) en esa singular variante descafeinada del Carnaval que conservaron los casinos y sociedades recreativas.

La reinstauración de la democracia -también sin cafeína- trajo consigo la vuelta de Don Carnal a las calles de Galicia y España en general; pero acaso ya no sea lo mismo. Las viejas carnestolendas que durante unos días otorgaban licencia al pueblo para ciscarse en sus gobernantes pasaron a ser un Carnaval institucional organizado, financiado y controlado por los mismos a quienes en teoría se critica. Ni el mismísimo Franco tendría hoy motivo alguno para prohibir una fiesta que, desprovista ya de su original carácter subversivo, ha acabado por convertirse en una inocua variante para niños de los festivales de coros y danzas.

No extrañará, por tanto, que las propias autoridades con mando en plaza se sumen desde hace años a los cultos de Don Carnal con la misma pasión por el disfraz que sus súbditos. Después de todo, son los que mandan quienes pagan el convite. Aunque sea con los impuestos del pueblo sometido por la crisis a los rigores de Doña Cuaresma.

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