Quizás el lector ya sepa que el gobierno francés suprimió de las Célébrations Nationales el homenaje oficial previsto para Louis-Ferdinand Céline con motivo de conmemorarse este año el 50° aniversario de su fallecimiento. La iniciativa del rechazo al homenaje partió de Serge Klarsfeld, presidente de la asociación de hijos de judíos deportados de Francia (FFDJF) ante el incuestionable y violentísimo antisemitismo publicitado de Céline, autor, por otra parte, de "Voyage au bout de la nuit" (1932) novela cenital del siglo XX y de la casi tan excepcional "Mort à crédit" (1936).

La polémica es clarificadora del antisemitismo subyacente en numerosos intelectuales so capa de colocar la transcendencia literaria por encima de cualquier otra consideración. Seguramente porque hablan de oídas al no haber leído la obra antisemita de Céline. Por ende, no hay que olvidar que "Bagatelles pour un massacre" data de 1937, cuatro años después de la toma del poder por Hitler; "L´école des cadavres" de 1938, año de la Noche de los Cristales Rotos; "Les Beaux Draps" de 1941, cuando los judíos ya llevaban la estrella de David amarilla.

Lo más deplorable es el tono quejumbroso utilizado para denunciar una supuesta censura ¿Qué censura? me pregunto. Cumbre literaria, ciertamente, el Voyage ha sido y es reconocido, sin ningún tipo de ambages, por una cohorte de intelectuales judíos –Levy Strauss, Finkielkraut, Poirot-Delpech, Bernard-Henry Levy, entre otros– y denostado sin embargo por los tradicionalistas más rancios, como Pétain. No obstante, los jeremías de siempre claman ahora contra la intransigencia del lobby judío como si solamente los descendientes del pueblo de la Revelación debieran sentirse humillados por el homenaje previsto e inevitablemente anulado. Entonces ¿si Hitler hubiera descubierto la penicilina también habría que homenajearlo?

A la exclusión de Céline de las Célébrations Nationales se oponen quienes defienden la autonomía de lo literario frente a la moral. Creo yo que este razonamiento/pretexto hace agua por todas partes pues no se trata de oponer literatura a moral sino a crimen. Matiz importante si la civilización tiene sentido. No, la República francesa –que para el caso representa a toda Europa habida cuenta que no solo hay judíos en Francia– no puede homenajear oficialmente a Céline –uno de mis escritores icónicos, quede claro– si bien nada impide hacerlo a título personal. En un principio, cuando fueron editados los panfletos antisemitas podían hacer reír –menos a los judíos, evidentemente– por su efecto grotesco y el tono bufón pero a estas alturas la virulencia de la verborrea resulta insoportable. Incluso a los asesinos de guante blanco nazis les parecieron excesivos por el tono repugnante y contraproducentes para la causa aria, tan brutal resulta la odiosa logomaquia obsesiva que traslucen. Así Bernard Payr, uno de los hombres del teórico nazi Alfred Rosenberg, deploraba que Céline arrastrase por el fango "casi todo lo que la humanidad atesta de valores positivos, usando un lenguaje de cloaca".

Quede claro, a favor de Céline, que su ruptura con el estilo proustiano –ensalzado por entonces como el epítome de la narración– fue total, superándolo, en mi opinión, con una energía, una libertad, una locura tales que unas agavilladas frases suyas barren de un escobazo cualquier prejuicio que se pueda tener para con su genio. La lengua manantía, alucinante, musical –"la petite musique" que decía él– ese oído para la prosa que se tiene o no, esa frescura barriobajera, repleta de sonoridad golfa, de belleza procaz, confiere a los personajes y al mundo popular que narra Céline tal potencia de acción que la elevan a la categoría de epopeya, en la que los héroes se esfuman para que el escenario lo ocupe la fealdad del mundo real con todo su desparpajo bullicioso. Como una brújula enloquecida, la bipolaridad de Céline, realidad-ficción, entrevera en inversión permanente la narración hasta conseguir que lo que parece un juego sin pies ni cabeza resulte, al cabo, una denuncia demoledora de la sociedad al tiempo que, allende la posteridad literaria, transforma la lengua francesa y consagra el argot en los salones. Empero, escribió Fernando Savater, la humanidad está enferma de énfasis. Qué gran verdad, toda la obra de Céline lo confirma.

Céline fue el escritor de los impacientes, de los furibundos, de los pusilánimes y de los tímidos. Él fue el huracán vengador que esperaban los tímidos resentidos para ajustarle enfáticamente las cuentas al mundo. El maremoto del Voyage –y en menor medida "Mort à crédit"– sacó a la luz la hipocresía paternalista de la colonización; la omnipotencia y arrogancia del dinero en manos vulgares; el egoísmo cohibido de la burguesía fin de raza; la pereza burocrática de la ciencia de los instalados. Vista desde aquí, hoy mismo, Voyage sigue siendo una novela pirata, enjaezada con bandera negra, tibias y calavera al viento, escupiendo metralla podrida, en cuyo palo mayor va aullando babeante un genio loco, gesticulante, médico de arrabal vociferante y rabioso que clama un odio apocalíptico a sí mismo. No cabe otra explicación para sus panfletos antisemitas. Sí, Céline estaba dotado del sentido del Apocalipsis, el genio de la revelación en literatura aunado al de la revolución en el lenguaje que parte el alma con su prosa vanguardista, húmeda de violencia descabellada, de frenesí y de imprudencia asesina.

Por un exceso de nihilismo, de desesperación, de regodeo en lo absurdo de la condición humana, dudo que las mejores novelas de Céline aporten liberación civilizadora. Su inveterado individualismo anarquizante tiene mucho de pose, de jugueteo de destellos verbales, bien conocidos desde Rimbaud, que no transmiten modernidad ni voluntad de mejora de nuestra especie. Los excesos literarios de Proust, su recreo por insistencia en el detalle trivial propio de un desocupado indolente, aunque también genial, encuentran en Céline, que lo detestaba, una réplica popular que se pierde en excesos al presentarse –aunque solo sea retóricamente– como el enemigo mortal de la humanidad.

Hasta yo mismo, a pesar de la delectación de lector y de de todas las enseñanzas que he extraído de su obra, a veces tengo dudas. De hecho, el Voyage, visto lo que Céline escribió después, ya apunta los trazos embadurnados de un espíritu cargado de resentimiento, impregnado hasta la saturación de componentes rufianescos entre los que no destaca tanto la cólera de los fuertes como el revanchismo atrabiliario y porcino de los delatores. Y en la duda, quien mejor me ha ayudado a entenderlo fue el fallecido escritor judío Poirot-Delpech, articulista de Le Monde, que dijo de Céline "salvo las piernas musculosas de las jóvenes bailarinas y las fortificaciones de Rennes nada alcanzaba gracia a sus ojos".