Si este fuera un país occidental aburridamente normal, asentado en una democracia bien rodada, sin complejos, en el que la ciudadanía en bloque, sin excepciones, disfrutara de las libertades propias de nuestro entorno geopolítico, yo les contaría hoy a mis lectores algo muy distinto de lo que aquí escribo. Fíjense, incluso podría analizar seriamente qué significan en el contexto europeo "territorialidad y autodeterminación" exigidas condicionalmente por ETA en su último comunicado. Pero España no es un país occidental normal sino –al menos, parcialmente– un gulag en el que uno de sus filósofos más singularmente libertario, más fogosamente democrático, respetado en el mundo entero, no puede ir a comprar el periódico sin la protección de un par de escoltas para que no le huela la cabeza a pólvora por delito de opinión. Lo más destacable, no obstante, es que la anormalidad democrática de este país no estriba tanto en que muchos ciudadanos vean amenazadas sus vidas –y pintarrajeadas y quemadas sus viviendas y automóviles e insultadas y amenazadas en público sus esposas y familiares y violentadas sus conferencias– como en que algunos, así llamados, intelectuales nacionalistas junto con otros de la izquierda lerda –no solamente vascos– miren para otra parte, en el mejor de los casos, y se sirvan de cualquier plataforma mediática para vilipendiar al filósofo, o a quien cuadre. De ahí para arriba.

Esta es la verdadera desgracia que sufre la democracia en España: creer que todas las opiniones son válidas. Incluidas las de los amigos de los asesinos. Se da empero la circunstancia, que aclara todo, que quienes no corren peligro alguno son los que piden alcanzar acuerdos con los asesinos, o con sus portamaletas, al tiempo que los héroes amenazados se niegan a que se viole el Estado de derecho aunque pierdan la vida en el empeño.

No debemos olvidar que ETA, por desbordamiento, envileció toda la política española, especialmente en las autonomías nacionalistas, y aquí mismo –particularmente en la enseñanza– las tesis separatistas y la praxis y el método del terrorismo en sus múltiples facetas, baja y alta intensidad, sigue gozando de no poco predicamento. Las simpatías siguen latentes, qué duda cabe, prestas a aflorar en cuanto el humus en el que germinan se enriquezca de los fracasos circunstanciales de España. A todo lo cual contribuyen el laxismo institucional y el cobijo mediático que se da a los intelectuales nacionalistas que suministran munición ideológica a una juventud desnortada. Quiere decirse, el eventual fin de ETA no garantiza que España salga del cainismo que la transita.

Y es que, con el advenimiento de la democracia, poco a poco se instaló en parte de la opinión pública de las autonomías nacionalistas, e incluso en Madrid, un lugar común de carácter teórico político que propició, en aras de la inventada diversidad plurinacional de España, el desprestigio, cuando no el insulto, para con quienes anteponían a la descoordinada descentralización a ultranza la compatibilidad del ordenamiento territorial español y su coordinación unitaria. Asimismo, también poco a poco, la invocación de esa diversidad plurinacional permitió a la izquierda lerda, aliándose con el nacionalismo periférico, propugnar con total naturalidad, e impunidad mediática, el diálogo con los asesinos terroristas para alcanzar la paz que estos quebraban motu proprio y porque sí. De todo ello, lo que más me repugna, es que los Gerry Adams castizos, algunos intelectuales nacionalistas amigos de los asesinos, pasasen y pasen por espíritus acendradamente democráticos y desinteresadamente solidarios con las causas de las minorías reprimidas, mientras que los que permanecían erguidos frente al chantaje del diálogo armado –-tutelado por las condiciones de los terroristas– cayeron en el desprestigio con el que se acuña a los intolerantes.

Tanto es así que enarbolando la coartada de minoría reprimida, un poco de labia y mucha caradura obtenemos un intelectual nacionalista arquetípico. Recuerdo al respecto, que un artículo de un pelma consuetudinario, en la edición gallega de "un periódico global", venía diciendo que algunos no somos nacionalistas porque no leemos –hay que tener cara– a Hegel ni a Castelao y no sé a quién más. A fin de cuentas, para el pelma en cuestión, los crispadores vocacionales ahondamos el abismo entre nacionalistas y no nacionalistas, entorpeciendo el imprescindible dialogo y contribuyendo a que se satanice a los separatistas "democráticos". Aunque yo, para compensar, soy nacionalista marciano porque leo a Ray Bradbury.

Y es que las cosas, para mí, son de otra forma. Cené hace unos días con Fernando Savater, y con esa bonhomía que pone él en todo me fue relatando trocitos de su vida de estos últimos años, tanto hacía que no nos veíamos, desde la delicia de beber malt en Escocia y de repente ponerse a hablar un fluidísimo inglés –mayor delicia que en sí misma la degustación de mal– hasta sucesos menos agradables que desgranó porque insistí al respecto. Por ejemplo, Savater recibe con cronométrica regularidad quincenal correo cursado a nombre de Fernando Chupapollas Savater o Fernando Mamón Savater o Fernando Hideputa Savater o… bueno, para que seguir. Por cierto, yo también podría contar algunas cosas que me suceden a mí. Sí, ya sé que es mejor recibir insultos que un balazo pero lo relatado, y lo que silencio, es indicativo de cómo ha calado obsesivamente el odio en los nacionalistas. Odio que no desaparecerá con el fin de ETA porque hemos generado un permisivo clima de laxismo y tolerancia antiespañola que lo amamanta, especialmente en la enseñanza, y no solo en el País Vasco.