Diez años, tres gobiernos y algunos cientos de millones de euros después de que el monarca Don Manuel I decidiese emular las desmesuras del arzobispo Gelmírez con la erección de una monumental Cidade da Cultura, los primeros edificios del complejo acaban de ser abiertos al público. Tal vez parezca mucho tiempo y, desde luego, demasiado dinero; pero todo es según se mire.

El templo barcelonés de la Sagrada Familia lleva en obras más de un siglo y cuarto, por ejemplo; y no sería del todo improbable que la mole del monte Gaiás tardase aún algunas décadas en ser ejecutada al completo –si es que se ejecuta– según el proyecto de Peter Eisenmann. Ya las sueñe Gaudí o un neoyorquino, se conoce que este tipo de alucinaciones arquitectónicas se remiten a la eternidad, como las pirámides de Egipto. Parece inoportuno en tales casos hacer cálculos de tiempo y está claro que no resulta de buen tono hablar de dinero. Más que nada, porque ya está gastado.

La ciudad cultural de Compostela fue rebautizada precisamente con el ingenioso título de Pirámide de Tutanfragón por algunos de los críticos de Don Manuel, pero lo cierto es que todos los partidos a diestra y siniestra acabarían por sucumbir a la fascinación de tan piramidal empeño.

Socialdemócratas y nacionalistas censuraron en principio la obra en la creencia de que iba a ser una especie de mausoleo del faraón Fraga. Poco durarían, sin embargo, los sarcasmos. Destronado Don Manuel I en las urnas, el nuevo Gobierno de modernidad y progreso tardó apenas unos meses en caer bajo el hechizo de la pirámide. Más fraguista que el propio Fraga, el gabinete copresidido por Touriño y Quintana elevó a la categoría de "proyecto de Estado", "referente cultural" y "puente" transoceánico entre España y Latinoamérica lo que en principio no aspiraba a ser otra cosa que un recuerdo visible del paso del monarca de Vilalba por el trono de Galicia.

Por más que se la compare algo perezosamente con el Guggenheim de Bilbao, la verdadera inspiración de la Cidade da Cultura bien podría ser el Centro Pompidou, así bautizado en honor del presidente que impulsó aquella costosísima y en su día también muy polémica factoría arquitectónica de vanguardia que hoy es uno de tantos atractivos turísticos de París.

También en su momento se dio por hecho que el Fragadou galaico llevaría el nombre de Manuel Fraga, detalle que acaso acentúe los paralelismos. Es natural. Después de todo, el exmonarca Don Manuel comparte con los franceses el gusto por la "grandeur" napoleónica que en el país de ahí arriba se expresa imparcialmente en el inmenso palacio borbónico de Versalles, en el Museo (con pirámide) del Louvre y en la no menos formidable Biblioteca de Francia que el socialista François Mitterrand dejó como legado de su presidencia.

Santiago está mucho más esquinado que París en los mapas de Europa, ciertamente; y tal vez esa enojosa circunstancia geográfica haga difícil rentabilizar aquí –a diferencia de allá– una obra de tan desaforadas proporciones. Pero tampoco se trata de eso, en apariencia. Lo que la descomunal fábrica del monte Gaiás ha introducido en Galicia, reino de tendencias más bien líricas, es el concepto de la épica: cuando menos en el ámbito de la arquitectura. Épico y hasta homérico es, sin duda, el proyecto; y de heroico habría que calificar también el fabuloso y creciente presupuesto invertido en su ejecución por un país de suyo pobre como éste.

Paradójicamente, le ha tocado a un gobierno de vocación más bien módica en el gasto como el que preside Feijóo la tarea de inaugurar una costosísima obra con la que Galicia entra en el faraónico dominio de las pirámides. El tiempo dirá si acabamos de asistir a una maldición tardía de Tutanfragón o al nacimiento de un referente capaz de disputarle imagen y clientela a la catedral de Santiago. Difícil apuesta.

anxel@arrakis.es