Barrido el bipartito de Galicia, desalojado el PNV del poder, moribundo el tripartito catalán, parecía España casi una nación europea normal preocupada por sacar adelante los graves asuntos que verdaderamente importan a los ciudadanos. Pero no. Al penúltimo y sempiterno capítulo del folletín soberanista acaba de bautizarlo Artur Mas "Proceso de transición nacional", sigilosa forma de plantear la independencia por etapas. No veo, sin embargo, que sea peor que el eufemístico "marco policéntrico" que nos proponía la coalición PSC-ERC-ICV pues el destino plurinacional y federal al que apelaba el tripartito era, ni más ni menos, el penúltimo peldaño hacia una confederación de naciones. Y una confederación de naciones es, dicho sea en corto y por derecho, un totum revolutum en el que, verbigracia, Cataluña, Galicia, País Vasco, Baleares, Portugal, Canarias o la República Independiente de Teis se integran si les conviene y si no se van donde les paguen más.

A la previsible traca soberanista de CiU quizás haya que añadir pronto la vuelta a la legalidad política de los abertzales. Con lo cual aflorará un arcoíris parlamentario de odio a España –desde la derecha arrogante del Camp Nou hasta el abertzalismo racial– férvido y mucho. Odio que, como todo lo que concierne a las fobias obsesivas, es imposible desactivar racionalmente al soterrarse en espesos instintos tribales, nocturnos, nostálgicos de la nación feudal, inaccesibles a la luz de la razón. No obstante, aunque en primera instancia se podría conceder un plus de tolerancia y convivencia al nacionalismo cultural, a estas alturas del curso ya no cabe ser tan ingenuos como para caer en la trampa para pardillos de que ambos –el nacionalismo cultural y el político– son de distinta naturaleza sabedores que en el noventa por ciento de los casos no lo son. Ahí tenemos a la RAG y al Consello da Cultura Galega, instituciones culturales por antonomasia, que en la práctica se comportan como partidos políticos nacionalistas o portavoces de los mismos.

Obviamente, resulta cuando menos cansino y altamente irritante que, en este momento de desastre patrio en todo el espectro económico, un puñado de funcionarios ociosos vuelvan con la consabida cantinela reivindicativa tan propia del nacionalismo periférico de nuestro martirizado país. Ser funcionario parece la tónica general de los nacionalistas, al menos de sus coroneles, generales y alto mando. ¿Cuál es el porqué de la sobreabundancia de funcionarios, especialmente de la enseñanza, en las cohortes nacionalistas? Me asalta la duda de si es porque no pegan golpe y el aburrimiento los lleva a ensoñaciones soberanistas que de consumarse los capacitaría para acceder al ansiado control del timón de algún importante negociado o chiringuito, creado ad hoc, para satisfacer sus egos de coche con chófer y garantía póstuma de calle con nombre. O si, ambiciones de timoneles y posteridad aparte, la rutinaria seguridad que da saber que todos los meses el motorista trae a casa el sobre con el sueldo los hace caer en ensimismamiento insolidario, desentendiéndose de las vicisitudes reales que los demás ciudadanos sufren con dignidad sin dar la lata al prójimo. En fin, mientras la ciudadanía se adapta para poder sobrevivir, la devoradora marabunta nacionalista hace extensivo su sinvivir de ocios funcionariales al resto de la sociedad trabajadora.

Y todo ello por no sé qué mística mitológica del hecho diferencial que, a la postre, constituye un pesadísimo lastre disgregador que frena nuestro vuelo en Europa. Con sus "naciones" en bandolera, han reivindicado, primero, protección política y cultural, después, un autonomismo gradualista, más tarde, federalismo asimétrico, y ahora, ya sin tapujos, capacidad nacional de decisión para estar o no estar dentro de España. Y, claro, solo tiene sentido perseguir una idea, como los nacionalistas han perseguido y persiguen la idea de España, cuando el odio hacia esa idea se asienta en un fanatismo que va más allá de los meros conflictos relativos al ámbito de decisión territorial. Verdaderamente, hay mucho de fanatismo mítico, de victimismo histórico, de absurda prepotencia ideológica, en seguir cuestionando la idea de España, incluso lingüísticamente, que emana de la actual Constitución. Sólo así se entiende que la pluralidad que se le exige a España no encuentre contrapartida alguna allí donde los nacionalistas mandan, pues intentan borrar hasta la mínima traza de todo lo español empezando por la lengua. No otra cosa significa el cerrojazo que, por el fuero o por el huevo, intentan imponer en Cataluña, inmersión lingüística mediante. Ya saben, lo mismo que intentaron en Galicia.

Sobra decir que el gran cacao se formará dentro de diez años, o cinco o quince, cuando la exacerbación de reivindicaciones de todo orden de los musulmanes –ay, delicioso jamón de Trevélez– se añada a las exigencias ilimitadas de los nacionalistas. La confluencia y yuxtaposición de dos fanatismos hará imposible la convivencia con los españoles de siempre. Quizás la decidida denuncia de los intelectuales, quizás el análisis lúcido y desacomplejado de la realidad podría sofrenar el previsible derrumbe de la convivencia suministrando a los políticos razones de fuste para acotar los desafueros que a buen seguro se perpetrarán contra la nación constitucional española. Pero el problema, todo el mundo lo sabe, es que los intelectuales en manguitos de este país o son funcionarios nacionalistas o son missi dominici del poder mediático y político o son triunfitos frívolos e incompetentes o están aquejados de buenismo y alicortados mentalmente por el confort moral y la corrección política.