Ni en el coche ni en la vida he tenido a menudo la sensación de haber acertado al aminorar la marcha, ni creo que haya sacado demasiado provecho por haber sucumbido a la frecuente tentación de echar el freno. Muchas veces quise ir más allá en el mapa y llegar más lejos en mis emociones personales porque pensaba que nada de lo que hasta entonces me había ocurrido era tan interesante como pensaba y que lo mejor sería renunciar a la prudencia y aceptar los riesgos que yo suponía que eran la puerta de entrada a un mundo distinto, un lugar en el que incluso el fracaso fuese un premio. Aunque me ilusionaba la idea de hacer grandes conquistas personales, la verdad es que me habría conformado con la posibilidad de llevar una vida en la que, aun repitiéndose en cierto modo el menú, al menos fuesen distintos los vómitos.¿Por qué me detuve? ¿En qué circunstancias decide un hombre renunciar a sus sueños para agarrarse a la pingüe seguridad de lo real? ¿A qué se debe que la mayoría de nosotros llevemos la vida reiterativa que hace que al cabo de los años la muerte nos sorprenda tan cerca de donde de niños hacíamos cola frente al carrito de los helados? ¿Por qué será, maldita sea, que en nuestros sueños sólo de vez en cuando es novedad la cama? ¿Por qué no te largaste a Valencia detrás de aquella cantante venida a menos, recuerdas, aquella chica ya madura a la que le juraste subirle en el camerino la cremallera de sus vestidos en cada club de medio pelo en el que actuase? Joder amigo, dime, ¿por qué diablos se pudrieron sin usarlos la docena de condones que aquella noche compraste en la farmacia de guardia pensando que los ibas a necesitar para colocar sin escafandra en la Luna a aquella señora vestida de negro que te dijo que hasta conocerte a ti jamás había disfrutado tanto sin ganas de llorar y sin necesidad de mentir? Te lo pregunto a ti, amigo, por si sabes qué maldita respuesta tendría que darme yo, sí, yo, que siempre que pensé salir de aquí lo hice encogido por el miedo a equivocarme y me presenté en la estación del ferrocarril justo a tiempo de que acabase de partir el último tren. ¿Será que de las arriesgadas expectativas de cambiar solo nos satisface la prudente decepción de no conseguirlo?

En una ocasión ahorré dinero pensando en echar dos mudas en una bolsa y largarme a cualquier lugar en el que apenas hablase mi idioma mi conciencia y solo quedase cerca el horizonte. Luego eché cuentas y pensé que la vida no podría ser muy distinta si el lugar con el que soñaba solo estaba a siete mil pesetas de aquí. También pensé que había dejado pasar demasiado tiempo y que estaba en una edad en la que si es que no te para el dinero, con toda seguridad podría detenerte un catarro. Hay una edad para el coraje, y si la dejas pasar, muchacho, lo único que te queda es asistir impasible a la horrible noticia de que se ha muerto de viejo tu pediatra y que ya nunca más vas a cagar en el retrete algo tan inodoro y ligero como doscientos gramos de aluminio.

Al final echas sin remedio el freno, ¿sabes?, y entonces comprendes que te has hecho mayor y que sería absurdo echarte al campo cargado con una maleta con tu ropa, y otra, con un traje de arpillera para tu cadáver. ¿Y que hacer ahora? ¿Qué rumbo tomar? ¿A donde ir? Joder, muchacho, ¿y como quieres que lo sepa?. Nos hemos ido haciendo mayores, amigo mío, y ahora resulta que la muerte es la única señora de nuestra edad que se pone cachonda sin necesidad de entrar en calor.

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