Confirman algunos especialistas que las desdichas de la crisis han elevado en un 50 por ciento la afluencia de pacientes a las consultas psiquiátricas y en un 22 por ciento los intentos de suicidio. Ahora se ve lo acertado que estuvo el Gobierno al crear hace año y pico un Observatorio de la Salud Mental en previsión de que los trabajadores pierdan la cabeza después de haber perdido el empleo.

Puede que estos sucesos inquieten a la población en general, pero a cambio no dejarán de proporcionar trabajo a psiquiatras y psicólogos, aun sin contar lo mucho que acaso mejoren las ventas de trankimazin y otras pócimas sedantes en las farmacias. Es la vieja teoría de las compensaciones. Donde algunos encuentran un problema -o en este caso, una recesión de caballo-, para otros se abre una oportunidad. Incluso las crisis pueden tener su lado bueno si uno las mira con los ojos positivos que cumplen al caso.

Ahí está, por ejemplo, la huelga en el Metro que estos días priva de su habitual medio de transporte a dos millones de madrileños. Los papeles y las televisiones, siempre dados a cargar las tintas, hablan de caos y se preguntan cómo es posible que unos pocos miles de huelguistas consigan paralizar una ciudad casi al completo. Tampoco es para ponerse así. Si observasen la cuestión desde un punto de vista más constructivo, no tardarían en admitir que la huelga -a pesar de las inevitables molestias- ha favorecido la práctica del ejercicio físico de los ciudadanos que, en su desesperación, optaron por acudir a pie a su lugar de faena. Todo lo cual ha de redundar, sin duda, en una mejora de la salud de los capitalinos.

Algo parecido ocurrió aquí en Galicia con la marea negra del “Prestige”. El chapapote desparramado sobre sus costas dejó más bien impracticables para los veraneantes las playas de este reino, además de echar por tierra el bien ganado prestigio gastronómico de nuestro marisco. Parecía que ya nunca íbamos a salir de aquella imparcial ruina del turismo y la pesca, pero una vez más la teoría de las compensaciones acabaría por sacarnos de apuros. La catástrofe ecológica -no muy diferente a las seis o siete anteriores- tuvo esta vez el virtuoso efecto de sensibilizar a la población sobre la necesidad de preservar los tesoros naturales del país. Tanto fue así que, pasados aquellos agobios, Galicia cuenta ahora con las playas más limpias de España y acaso de Europa, a juzgar por la lluvia de banderas azules que ha caído este año sobre nuestros arenales.

Si el “Prestige” nos trajo la desgracia -y con ella la concienciación- por vía marítima, años atrás fue una epidemia de vacas locas la que puso en jaque por tierra al populoso ramo ganadero del país. No pocos dueños de churrasquerías pensaron entonces en reconvertirse al marisco, pero no hubo necesidad de llegar a medidas tan extremas. Las vacas no tardaron en recuperar la cordura, con lo que se disipó rápidamente la aprensión de los consumidores que a día de hoy han convertido a la ternera de Galicia en una de las más demandadas de España, si no la más.

Vistos esos y otros muchos precedentes que podrían citarse, no hay razón alguna para pensar que la actual crisis económica vaya a durar por los siglos de los siglos, aun en el caso de que Zapatero siga prodigando sus ocurrencias durante una o dos legislaturas adicionales.

No hay mal que por bien no venga, según dijo en enigmática frase el general Franco cuando un comando de la ETA hizo volar por los aires a su entonces primer ministro Carrero Blanco. De momento, la crisis ha hecho bajar los precios además de inculcar a los españoles la ya casi olvidada virtud del ahorro. Si a ello se añaden las enormes posibilidades de ocio que nos deja el paro al proporcionarnos todo el tiempo libre del que hasta ahora no disponíamos, sólo los más cenizos insistirán en no ver el lado bueno de la recesión. Debieran hacer más caso al Gobierno.

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