Si quisiese explicar en un artículo de periódico mi idea de cierta etapa de mi vida acerca del sentimiento de pertenencia a algo, tendría que empezar por lo que le ocurrió a una amiga mía en el momento de plantearse una relación sentimental con un tipo que llevaba tiempo tonteando con ella. Mi amiga estaba decidida a abrirle sus brazos, pero dudaba de que él fuese a recluirse una larga temporada en ellos. "Son las diez de la noche –le dijo–. Si te llevase ahora mismo a mi casa, ¿cuánto tiempo te quedarías a mi lado?". La respuesta de aquel tipo no pudo ser ni más sincera, ni más decepcionante: "¿Tardas mucho en correrte?".

Además de arriesgado y gratuito, es difícil tomar postura en cuanto se relaciona con la convivencia entre hombres y mujeres. Hay tipos que consideran la fidelidad una virtud, y otros, en cambio, ven en ella un defecto. Convivir no es fácil, ni cómodo, y menos aun si hay que compartir la existencia en las estrecheces materiales de un piso en el que a duras penas caben abiertas las puertas. Pero hay también razones pintorescas para la fidelidad. Un médico amigo mío que se casó en cinco ocasiones me contó que si no contrajo matrimonio por sexta vez fue porque sufría mucho cada vez que por cambiar de domicilio se veía obligado sin remedio a cambiar también de cartero. Aquel tipo temía hacer daño a sus hijos y perjudicar de paso al servicio de Correos.

Mi desconfianza acerca de lo que podrían buscar en mí las mujeres se ha acentuado irremisiblemente al cabo de los años. Antes creía que el amor era un sentimiento puro y objetivo que se suscitaba ajeno por completo a los intereses materiales, de modo que sobrevenía como resultado de una maravillosa y benevolente ceguera femenina. Luego me fijé en que las mujeres de cierta edad se arrimaban sobre todo a los tipos con fama o con dinero. A diferencia de cuando eran jóvenes e idealistas, ya no amaban al tipo fogoso que les ofreciese cada noche un chupón nuevo en el cuello, sino al tipo acaudalado que les garantizaba una gargantilla distinta para cada vestido. Esa era la cruda y jodida realidad. Querían ser felices en efectivo y romper luego al contado. El tipo más rico de la ciudad estaba siempre rodeado de mujeres bellas, apenas visible en una glamurosa melé de blonda, perfume y carcajadas. Y al otro extremo de la barra, yo, abatido, estoico y sentimental, con una muela picada en el bolsillo, rodeado de amigos con dos horas de antigüedad y sin un céntimo en sus bolsillos. Fue así como descubrí que así como yo en aquellas mujeres buscaba amor, ellas en realidad lo que buscaban en aquel tipo del dinero era, lisa y llanamente, financiación. ¿Qué podía conseguir escribiéndoles en un posavasos de papel si tenían tan cerca a aquel fulano que las conquistaba escribiéndoles su número de teléfono en el talonario de cheques? Lo habrían comido a besos aunque llevase estampadas en la cara las plantas de los pies.

No comparto la actitud de aquel tipo cuando mi amiga le sugirió la posibilidad de acostarse aquella misma noche con él, pero por terrible que parezca, comprendo el motivo de su sórdida pregunta. La lealtad y la convivencia se basan en sensaciones. Aquí somos todos mayorcitos y nadie se llama a engaño. Hay matrimonios que se pudren con el marisco del banquete bodas y otros que sólo se resienten con la muerte. En medio de ambas clases de convivencia hay un amplio abanico de relaciones, pero yo creo que lo que predomina ahora es la convivencia acuciante, asfixiada y perentoria, de modo que impera un inquietante dramatismo, una sensación de sólida inestabilidad y de extraño miedo a romper. Ellas se aburren de la sobremesa y ellos se cansan del sexo. Aparece entonces en escena un tercer personase en discordia: la amante. ¿Y quién es la amante? Muy fácil: la amante es esa señora atractiva, generosa y razonable que te lleva a su casa y te pregunta cuanto tiempo te quedarás esa noche a su lado; la misma a la que no tendrías que preguntarle si tardará mucho en correrse, entre otras razones, porque a estas alturas de la película aquí nadie ignora que si te quedas mucho tiempo a convivir, lo más probable es que en su momento de mayor excitación lo más parecido a un orgasmo será que en medio del expectante y tedioso silencio se ha puesto a centrifugar la lavadora. En ese caso puede que lo vuestro no acabe consagrado en una novela inolvidable, pero permanecerá inalterable para siempre en el recibo de la luz.

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