Respecto al paro, empobrecimiento de familias, quiebras de empresas y desbarajuste económico actual no resulta fácil encarrilar la reflexión proponiendo soluciones amparadas en buenos argumentos, sólidas referencias y lucidez en la evaluación jerárquica de urgencias. Es sin embargo imperioso, antes de alelarse o desesperarse frente a las medidas que adoptó el Gobierno en aras de reducir el déficit presupuestario al 3% del PIB, en 2013, preguntarse si son suficientes y si son las adecuadas. Por mi parte, estimo que las medidas son necesarias pero insuficientes para alcanzar el objetivo designado. Tampoco se acometen para salir del derrumbe económico sino como consecuencia del mismo. Las causas siguen operando y la situación seguirá deteriorándose. Por deterioro entiendo, entre otras cosas, que llegaremos a cinco millones de parados.

Una mezcla de incompetencia, demagogia, voluntarismo infantil y política gestual nos ha traído a esta desesperada situación. Evidentemente, la culpa de la crisis no es totalmente imputable al Gobierno –quizás la oposición lo hubiera hecho peor– pero sí la gestión. Todo parte de un diagnóstico equivocado. La actual situación suele compararse con la de 1929, la Gran Depresión. Empero, la referencia apropiada es la crisis japonesa de los años noventa del pasado siglo tal como expliqué por activa y por pasiva en tres artículos publicados en este periódico (7, 8 y 9/03/2010). A raíz de la crisis japonesa, una de las enseñanzas que habría que haber aplicado es que el activismo del banco central –para el caso el BCE con la manipulación de los tipos de interés– no lo exime de inyectar masivamente capitales públicos en el sector bancario del país afectado. A estas alturas, debería formar parte del acervo de cualquier economista que la expansiva política presupuestaria que practicó el gobierno japonés en la primera mitad de los años noventa fue un paliativo menor que finalmente multiplicó por dos el endeudamiento del Estado. Exactamente el mismo error hemos cometido aquí.

Entre 1999 y 2007 el crecimiento medio de España fue del 3,7%; en el resto de la zona euro, 1,8%. El boom de la construcción y la especulación inmobiliaria redujo el paro y enriqueció a las familias propietarias incluso si se endeudaban para acceder a la propiedad. Gracias a las entradas fiscales impulsadas por el crecimiento económico, la deuda pública, en el 2007, pesaba sólo en torno al 40% del PIB mientras en la zona euro gravitaba en el 76%. Además, teníamos un superávit presupuestario equivalente al 2% del PIB. Y si bien es cierto que España no fue culpable de la crisis que se abatió sobre las economías occidentales con inusitada virulencia no lo es menos que nos zambullimos de lleno en ella despilfarrando sin ton ni son las finanzas públicas. No veo muy bien cómo salir ahora del atolladero dado que tres factores, y no de los menores, alicortan el despegue hacia la recuperación.

1. A la par que Inglaterra e Irlanda, España se ha lanzado a un proceso de desendeudamiento de los hogares y empresas restrictivo para con el crecimiento puesto que el consumo ya está deprimido por el paro, mientras el ahorro de precaución alcanza la tasa histórica del 20%, sin que nadie sea capaz de transformarlo en inversión.

2. El sistema bancario –especialmente algunas cajas cuyos balances están saturados de hipotecas de dudoso cobro o de inmuebles invendibles a precio de coste– no ha sido capaz de digerir la crisis inmobiliaria. Si se mide como el cociente entre el precio de la vivienda y el coste de alquiler, la sobrevaloración de precios era mayor en España que en Inglaterra, y excedía todavía a finales del 2009 del 50%. El descenso del precio de los inmuebles, las dificultades crecientes de las familias, la multiplicación del cierre de empresas obliga a los bancos a reforzar las provisiones lo cual reduce la capacidad de préstamo.

3. Las empresas sufren de una falta crónica de competitividad. Entre 1998 y 2007 las ganancias de productividad fueron nulas a escala macroeconómica. Los costes unitarios en la industria manufacturera progresaron, durante la primera década del euro, el 23% en España pero permanecieron estables en Francia y se redujeron el 13% en Alemania.

Muchos políticos aunque no tantos economistas consideran que una reforma laboral adecuada a las circunstancias del país estimularía de nuevo la inversión y el empleo. Sin negar la importancia que pueda tener dicha reforma me permito recordar un principio fundamental de la economía de mercado cuyo olvido lleva a decir y hacer muchas tonterías: la finalidad de la empresa no es crear empleo sino obtener beneficios. Es evidente que España necesita reformas estructurales –especialmente en formación profesional y educación– pero toda reforma estructural es de largo plazo salvo la reforma laboral. De poco sirve, no obstante, una reforma laboral si las empresas no contratan al no disponer de recursos para las inversiones o si las familias no pueden acceder al crédito para comprar un coche o una vivienda. Por tanto, si un empresario no tiene claro que el mercado solicita las capacidades de su empresa no demandará trabajo sea cual sea el estado del mercado laboral.

Toda vez que los márgenes presupuestarios de estímulo contracíclico se han estrechado hasta desaparecer, las decisiones fundamentales de carácter económico quedan ahora en manos de agentes privados, familias y empresas, los cuales necesitan obtener crédito. Sólo la reestructuración del sistema bancario y la recompra masiva de créditos dudosos pueden volver a estimular la economía.