Más antiamericanos que el propio Zapatero cuando le hizo un feo a la bandera de Estados Unidos, los españoles se disponen a celebrar este fin de semana la tradicional fiesta de Halloween (o Jalogüin, en castellano castizo). La tradición procede en realidad de América, pero tampoco vamos a pararnos ahora en esos tiquismiquis. Una cosa es que seamos el pueblo más antiyanqui del mundo y otra bien distinta que no tengamos inconveniente en mimetizarnos con el enemigo para despistarlo.

Poco importa que esta especie de carnaval de zombis, trucos, tratos y calabazas tenga su origen en la pérfidamente liberal Norteamérica y que desde allí nos haya llegado por el tubo de la tele, tan abundante en películas y teleseries de patente estadounidense.

Como bien dijo Eugenio D´Ors, todo lo que no es tradición es plagio; y puestos a plagiar, pocos países pueden competir con España desde los ya lejanos tiempos de Míster Marshall. Ya sea el spanglish, ya las hamburguesas, ya los tejanos, ya las carísimas zapatillas de deporte usadas en las manifestaciones antiimperialistas, los españoles han adoptado obedientemente todas las costumbres americanas. La de Halloween no iba a ser una excepción.

Aun así, la importación de esta moda resulta tan forzada que en algunos lugares de la Península no ha habido más remedio que adaptarla a las peculiaridades locales. Ese es, por ejemplo, el caso de Galicia, reino en el que los tratos con las ánimas en pena son habituales gracias a la institución de la Santa Compaña.

Siglos antes de que los zombis americanos se apoderasen de las pantallas y de la imaginación del mundo, los difuntos gallegos ya tenían el hábito de salir de sus sepulcros para estirar las piernas durante la noche. A menudo solían dar sustos de muerte a los trasnochadores que se los encontraban en cualquier encrucijada de caminos; pero lo cierto es que no hay noticia de que agrediesen jamás a parroquiano alguno. La Estadea es más bien una procesión de almas melancólicas que a nadie molestan ni hacen daño: y los gallegos les agradecen ese comportamiento instalando petos de ánimas en los caminos para que a los pobres difuntos no les falten unas monedas que gastar cuando salen de farra.

Por la misma razón, los habitantes de este extraño y algo fúnebre reino conservaban hasta no hace mucho en estas fechas la costumbre de encender velas dentro de calabazas con el propósito de darles una espantable apariencia de calaveras. Y tampoco era inusual que los rapaces, calabaza en mano, hiciesen la ronda casa por casa para exigir el impuesto revolucionario de Todos los Santos a sus vecinos. Como el personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo, los gallegos se estaban adelantando de ese modo a la llegada de Halloween desde el otro lado del Atlántico, por más que entonces la fiesta no tuviese tan enrevesado nombre sino el mucho más pronunciable de "as cabazas" o "calacús", según qué zona de Galicia.

Tal vez por eso sorprenda que un pueblo con tanta tradición de familiaridad con los difuntos como el gallego haya caído –al igual que el resto de la Península– en la torpe imitación de una costumbre que en realidad fue introducida en Norteamérica por nuestros primos irlandeses. No son pocos, en efecto, los historiadores y antropólogos empeñados en sostener que el Halloween es una mera variante del Samain: la celebración invernal de los celtas que acaso constituya el origen de la actual festividad religiosa de Todos los Santos y explique, de paso, la pervivencia del viejo rito de las calabazas en Galicia hasta anteayer mismo.

Perdida la tradición autóctona, ahora la recuperamos por vía televisiva gracias a las mil y una fiestas de Halloween que estos días engordan la caja de las discotecas. Del "Bienvenido, Míster Marshall" hemos pasado al "Bienvenido, Míster Halloween": y todo ello sin dejar de ser visceralmente antiamericanos. Raro país este.

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