Descontentas con la política de reducción y acaso jibarización del gallego, miles de personas se manifestaron en Santiago contra la nueva Xunta de Feijoo que, a juicio de los protestantes, pretende acabar con la lengua propia del país. Lejos de arredrarse, el presidente conservador abogó desde Londres por subir la apuesta y educar a los chavales de Galicia no ya en dos, sino en tres idiomas diferentes: el gallego, el castellano y el inglés.

Parecería que ya no hay quien ofrezca más, pero lo cierto es que este viejo reino da mucho de sí en materia lingüística o en cualquier otra. Tanto es así que la propuesta trilingüe de Feijoo ha sido superada en la práctica por los ciudadanos y paisanos gallegos: gente capaz de expresarse en al menos cuatro lenguas distintas.

Políglota como corresponde a un pueblo de emigrantes, la gente de aquí se expresa imparcialmente en el gallego normativo de la Real Academia, en español agallegado, en el castrapo que es mezcla de los dos anteriores y en el galaico-portugués que utilizan los llamados reintegracionistas partidarios de devolver la lengua de este reino a sus raíces de hace siete u ocho siglos.

Todo esto sucede en teoría, claro está. En la más ingrata práctica, Galicia lleva camino de convertirse a no muy largo plazo en un país monolingüe donde el castellano no será ya –como ahora- la lengua dominante, sino la única. Las estadísticas dan cuenta, en efecto, de la fortísima hemorragia de hablantes que desde hace dos o tres décadas está desangrando al gallego; aunque en realidad baste con aguzar un poco el oído para caer en la cuenta de que el idioma de este reino anda en vías de extinción.

Los manifestantes del domingo parecían atribuir tan desdichada circunstancia a la inquina que el nuevo gobierno autónomo tiene contra el gallego. Parte de razón no ha de faltarles, si se advierte que la actual Xunta no para de adoptar medidas cautelares que atienden más bien a la protección –un tanto insólita- del castellano.

No es menos cierto, sin embargo, que ninguna lengua se ha extinguido por decreto-ley o cualquier otra decisión de un gobierno, como bien demuestra el propio caso del gallego que sobrevivió a la dictadura de Franco. Por el contrario, la decadencia de su uso ha coincidido con la llegada de la autonomía y las leyes y políticas de promoción de la lengua del país que el nuevo orden administrativo trajo aparejadas.

La clave de este aparente enigma ha de residir sin duda en la propia sociedad gallega, más que en sus gobernantes. Son los padres gallegos –sin que se lo ordenase gobierno alguno- quienes han optado en su mayoría por romper el habitual proceso de transmisión del idioma a sus hijos. Una ruptura lingüística entre generaciones que sin duda obedece a la condición de idioma "B", o de pobres, o injustamente vinculado al atraso, que padece la lengua de Rosalía frente a la de Cervantes.

A diferencia de lo que ocurre con el catalán, ligado a las clases medias y altas, el gallego carga con el peso de ser un idioma de labradores y marineros: gente que nunca ha gozado el prestigio de ejercer un papel protagonista en los libros de Historia.

No extrañará, por tanto, que los gallegos tiendan instintivamente a hablarle a sus hijos en castellano, del mismo modo que los padres de Cataluña usan el catalán con la familia y no sólo los amigos. Contra esa tendencia automática e inconsciente poco pueden hacer los gobiernos: y menos aún, desde luego, uno tan preocupado por el castellano como el que ahora manda en Galicia.

Enfrentado por razones históricas a su propio pueblo, mal lo tiene el gallego para sobrevivir más allá de un par de generaciones. Lástima. Podríamos haber sido una sociedad de lengua bífida y hasta trífida –según el programa de Feijoo-, pero todo sugiere que Galicia acabará por convertirse en un monocorde país de una sola lengua. Con este o cualquier otro gobierno.

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