No puedo visitar el Gran Hotel de A Toxa sin recordar la mansión en la que Jack Clayton rodó con Robert Redford las escenas más lujosas de la adaptación cinematográfica de “El Gran Gatsby”. El hotel y la novela pertenecen a la “era del jazz”, aquel tiempo de banalidades y dinero en el que se incubó la Gran Depresión mientras Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre se emborrachaban en París y en la Riviera gastándose cada semana en insomnio, en alcohol y en caprichos la salud de un rinoceronte y el precio de un coche. Fueron sólo unos pocos años en lo más alto del placer y después se vinieron abajo estrepitosamente, confundidos sus destrozos con los añicos de un sueño que ya no deba más de sí y que empezaba a convertirse en una patología, malogrados en plena juventud por el desencanto que les produjo descubrir que en cierto modo a los millonarios la riqueza solos les había servido para encarecer su vulgaridad y para pagar estúpidamente sus deudas sin haberlas siquiera contraído. A raíz de su reafirmación en el desencanto, Fitzgerald no volvió a escribir nada que valiese verdaderamente la pena y su mujer acabó trastornada en un manicomio. A veces me tienta sentarme en la cafetería blanca y amarilla del Gran Hotel y esperar a que baje de su habitación aquel joven bello y maldito que se vino a Europa, se reunió con Hemingway y vivió la vida desaforadamente, derrochando el dinero de sus novelas con arreglo a la idea preconcebida de que los millonarios eran una raza distinta, tipos inmaculados y felices, gente con la extraña salud de la muerte, hombres tan ricos que podrías apostar que si tratasen de quemar su fortuna, el fuego se acabaría con seguridad antes que el dinero. Francis se equivocó y desanduvo el camino de regreso a la relativa miseria de la vida común sin perder un ápice de esa exquisita elegancia que tienen los hombres que saben por experiencia que aunque vengan mal dadas, lo que cuenta es convertir en un desafío la idea de que hay ocasiones en las que vale la pena envejecer sin necesidad de llegar a viejo. Sus últimos años fueron una monotonía de días sin inspiración y sin esperanza, escribiendo para Hollywood guiones que dejaban pequeño el cesto de los papeles, enfrentado seguramente a la evidencia profética de que no habiendo podido perpetuar la vida, podría al menos aprovechar su último aliento literario para clonar la muerte. Mi espera por él en el Gran Hotel resulta siempre agradable y emocionante, pero inútil. Francis Scott Fitzgerald murió en 1940 con cuarenta y cuatro años de edad. Lo fulminó el mismo corazón que lo había inducido a los despilfarrados días europeos al lado de Ernest Hemingway, aquel tipo rudo y algo fanfarrón que era más joven pero le sobrevivió dos décadas y cargó de su puño y letra en las apartadas montañas de Idaho los cañones de su escopeta de caza porque habiendo manufacturado toda su vida, no quería que a última hora se le fuese de las manos la minucia de su muerte. Me tienta preguntar por Scott en recepción o pedirle al mozo de banderas que vocee su nombre desde el vestíbulo hasta la bóveda del balneario, pero desisto y me vuelvo en el coche a Compostela, imaginando de camino que mi encuentro con Francis se producirá sin duda en el próximo intento y que para entonces podré preguntarle cualquier cosa que le lleve a confesarme algo que mi oído siempre imaginó en su boca: “Hace años que no levanto cabeza. En Hollywood sólo interesan historias que no se resientan al recortar el presupuesto. Si vengo aquí de vez en cuando es porque el Gran Hotel me recuerda los días de esplendor y ginebra entre naipes, estilográficas y “flappers”, cuando para mi no era un sueño conducir de brazos cruzados un coche amarillo por una carretera azul. Te aseguro que aun con la cabeza en blanco me era imposible evitar el talento. Éramos jóvenes y saludables, muchacho, y no nos importaba arriesgar porque estábamos convencidos de que nuestra muerte estaría siempre en pañales. Pero todo aquello no fue solo el fruto de una simple casualidad. Me esforcé por llegar a lo alto y quemé mis últimas energías en el desesperado intento de mantenerme. Hice por subir todo cuanto estaba en mi mano. Lo que lamento, amigo mío, es no haber hecho algo más por mi caída. A veces creo que alguien tendría que haberme dicho que jamás hay que gastar el dinero pagando los vicios con la mano de escribir”...

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