Una ola de frío como cualquier otra ha vuelto a congelar la Autopista del Atlántico para desesperación de los miles de automovilistas a los que esa ratonera de alta velocidad atrapó anteayer por segunda vez en apenas dos meses. Y no sólo eso. Cientos de camiones tuvieron que hacer también parada sin fonda en las autovías de acceso a Galicia desde la Meseta, igualmente colapsadas por el granizo. Maldito cambio climático.

La culpa de todo esto la tiene, efectivamente, el calentamiento global de la atmósfera. Alertadas por la opinión coincidente de miles de científicos, por la ONU y por el sursum corda sobre la inminencia de ese fenómeno, las autoridades con mando en Galicia tal vez esperasen la llegada de una asfixiante masa de calor sahariano o subsahariano a las tierras de este reino. Se conoce que el Gobierno, la Xunta y la nueva concesionaria de la autopista gallega habían preparado ventiladores para evitar que las altas temperaturas derritiesen el asfalto de las principales carreteras gallegas, como era su deber. Pero no.

Infelizmente y contra toda lógica, en enero hizo tanto frío como suele ser habitual en el primer mes del año. Insensible a los requerimientos de la ciencia, el invierno se negó a asumir -según era su obligación- los pronósticos sobre el cambio climático y la progresiva desertización del planeta formulados por todo un batallón de premios Nobel. Tanto es así que, lejos de cambiar sus hábitos, la estación de las nubes llegó con su usual carga de frío, lluvia, nieve y granizo a esta y otras partes del norte de la Península.

Si la lluvia en Sevilla es una maravilla, no menos portentosa habría de resultar la circunstancia de que en enero luciese el sol hasta provocar calenturas y agobios entre las gentes de Galicia. O las de Bilbao, o las de Gijón, por poner otros ejemplos de la parte cantábrica.

Dadas las circunstancias, el sentido común aconsejaba tomar las previsiones habituales ante la llegada del invierno; pero se conoce que las autoridades al mando confiaron más en la teoría -o religión- del calentamiento global que en su propio buen juicio.

Al menos eso sugiere, en apariencia, el déficit de máquinas quitanieves, equipos de limpieza de carreteras y demás servicios necesarios para garantizar la libre circulación de vehículos por las autopistas y autovías galaicas. La experiencia de estas últimas semanas ha demostrado que basta la caída de cuatro copos de nieve para que se colapse el tráfico en las grandes vías de comunicación del país y tengamos que acudir -como antaño- a las carreteras secundarias o incluso a las corredoiras. Lo que perdemos en eficiencia, lo ganamos en tipismo: y todos contentos.

Bien es verdad que la imprevisión no sólo afecta a Galicia. La incompetencia está equitativamente repartida entre el Gobierno central y los autonómicos, como esos días de ahí atrás demostró la nieve que, pese a su escaso grosor, fue suficiente para bloquear la navegación en el principal aeropuerto de España, además de provocar un notable caos de tráfico en Madrid y alrededores. Los hombres de ciencia que se aventuran a predecir el clima que hará dentro de medio siglo fueron incapaces de prever una simple nevada a tres días vista; pero esta es una simple anécdota que en modo alguno pone en cuestión el calentamiento global de la atmósfera.

Tal vez ocurra, sin más, que el tiempo necesite tomarse su tiempo para ir cambiando. Si los científicos no patinan en sus previsiones, será allá para el año 2050 cuando los gallegos podamos disfrutar por fin del mes de enero bajo una tórrida temperatura de más de treinta grados en las playas de Samil y Riazor. Mientras tanto, no sobraría que las autoridades más o menos competentes hiciesen acopio de medios contra la nieve en las carreteras en vez de cantar alegremente bajo la lluvia. Los automovilistas habrían de agradecérselo.

anxel@arrakis.es