Como yo lo recuerdo ahora, todo en Cambados resultaba tan fértil durante mi infancia, que juraría que el marisco era tan abundante como el pan y que si no fuese por la tenacidad con la que faenaban los marineros en la ría, aquella exuberante riqueza habría colapsado el mar. Pasé allí todos los veranos de mi infancia y estrené también mi pubertad, pero habría necesitado unos cuantos años más para aprender los nombres de todas las especies que se subastaban en la lonja y los de aquellas otras que sobrevivían inmunes porque entonces ni siquiera el hambre las consideraba comestibles. Con la pleamar llegaban hasta el malecón los arroaces, y al retirarse la marea, la bajamar dejaba en cada charca una reluciente joyería de camarones, y en las manos del pintor, el boceto de un cuadro en el que solo habría de resulta superflua la vanidosa "miñoca" de la firma. Resultaba todo tan agradable y en el fondo tan antibiótico, que tengo de aquel tiempo el recuerdo de haber vivido en Cambados una época irrepetible en la que no había una sola herida que no se curase con el pus que supuraba, ni una llaga cuyo dolor no acabase al poco rato en cosquillas. Aquellos "rillotes" de la escuela de don Clemencio tenían en sus cabezas las mismas pedradas que sus perros, y en sus caras, la fiel reproducción de los rasgos que sus padres habían heredado de sus abuelos en una escrupulosa sucesión genética que hacía inconfundibles las familias y servía a menudo para sugerir aquellos heráldicos motes que también se transmitían de una generación a la siguiente, cuando era impensable que la cirugía se entrometiese en la fotogenia y la belleza dejase de ser una lotería para convertirse en un oficio. Tuve tiempo de conocer un Cambados mal vestido y descalzo, aunque ahora que lo pienso, yo creo que no se trataba de una indigencia, sino de una costumbre, y que en realidad lo que aquellos hombres y mujeres percibían en su pies, mezclado con la humedad del suelo, era el sabor alimenticio e indoloro de la vida, como si llevasen en las plantas de sus pies la sensible piel del paladar. Se trataba en el peor de los casos de una elegante pobreza sin hambre, una sutil pobreza dietética, jamás la consecuencia de una restricción, como correspondía a un mundo primitivo, cordial y promiscuo en el que las llaves solo se utilizaba para abrir las puertas, las gaviotas ciegas comían besugo y en el cementerio de Santa Mariña Dozo la tierra de los sepulcros parecía tan fértil que no era descabellado creer que el sueño eterno engordase a los muertos. No digo que aquel mundo ocurriese de espaldas a la general indigencia de la época, pero, ¡qué quieres que te diga!, yo lo recuerdo como una mezcla de calamidades y esperanza, una superposición de la belleza sobre el telón de fondo de la horrible fealdad de un país acaso triste y marrón, como recuerdo la belleza del rostro inmaculado de Susan Hayward proyectado como una pompa de jabón fluorescente en la pantalla sucia del cine Cervantes. Igual que recuerdo con excitante emoción las lujuriosas blasfemias de las chicas de las fábricas de conservas, que jamás perdían el minucioso álgebra del trabajo y acomodaban las mejillones en sus latas sin que el impulso de sus emociones les hiciese temblar la mano, tan femeninas ellas, y tan carnales, que jaleaban el paso de los chavales con aquel expectorante estribillo de elogios, escabeche y blasfemias mientras la marea tarareaba el perfil del malecón y en su peluquería del Campillo, Pepito Rey hacía "scat" con las palmadas del "after shave" y jazz con las tijeras. jose.luis.alvite@telefonica.net