Probablemente contagiado por el ambiente navajero de la Villa y Corte donde ahora vive, el que fuera monarca de Galicia, Don Manuel I, acaba de sugerir que no estaría mal colgar "de algún sitio" a los nacionalistas. No se precisa demasiada imaginación para deducir de qué partes (pudendas) quiere Fraga que sean enganchados sus adversarios políticos. Hay que ver lo mal que le sienta el clima político de Madrid al político y estadista que años atrás defendía fórmulas de gobierno casi federales para España.

Este es, aunque no lo parezca, el mismo Fraga que en los últimos tiempos de su reinado llegó a establecer una curiosa empatía con el entonces líder de la oposición, Xosé Manuel Beiras: un nacionalista al que no caracteriza precisamente la tibieza de sus convicciones. Además de mesa y manteles, los dos mantuvieron -presumiblemente- eruditas charlas sobre Camus, Sartre y Cánovas del Castillo, sin excluir la posibilidad de que también Aristóteles y Platón entrasen en el mismo saco dialéctico.

Nada de lo que sorprenderse habida cuenta de que, más allá de las accidentales diferencias ideológicas, ambos ejercieron cátedras en la Universidad y seguramente compartían el gusto por la erudición que dan los libros. Políticos de tan alto calibre intelectual eran sin duda un lujo del que podía presumir Galicia dentro de una España en la que el nivel de los gobernantes -y el de quienes aspiran a serlo- alcanza últimamente inusuales cotas de mediocridad.

Tal vez por eso extrañe un poco que Fraga haya rebajado su dialéctica a la altura de la ministra Magdalena Álvarez: la misma que no hace mucho propuso colgar de una catenaria del Metro a su contrincante ideológica y presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre. Peor aún que eso, las partes anatómicas de las que el ex presidente de la Xunta desearía colgar a los nacionalistas evocan ominosamente la expresión "tontos de los cojones" utilizada por el jefe de los alcaldes de España para aludir a quienes no votasen a su partido.

Todo esto invita a pensar que el medio ecológico en el que una persona -e incluso un político- se desenvuelve es mucho más importante que la genética.

Fraga, un suponer, llegó a Galicia precedido por su reputación de gobernante temperamental y hasta volcánico, lo que hacía temer a los más aprensivos que adoptase la costumbre de desayunar un niño crudo cada mañana. No fue así, por fortuna. Bien al contrario, el templado ambiente de este reino no tardó en suavizar el carácter del antiguo ministro de Franco hasta mudarlo en un dialogante Don Manuel capaz de entenderse con sus más enconados adversarios. Incluidos, claro está, los nacionalistas a los que ahora quiere colgar por salva sea la parte.

Más aun que eso, los airiños, airiños, aires del país de Rosalía sosegaron al otrora iracundo Iribarne hasta el punto de convertirlo en un adalid de la causa autonómica. Suya fue, por ejemplo, la novedosa teoría de la "Administración Única": un proyecto vagamente federal de gobierno por el que se cedería a los reinos autónomos la mayoría de los poderes del Estado, salvo los vinculados a la Defensa, la Justicia y la política de Asuntos Exteriores. Un programa fácil de firmar ahora mismo por los nacionalistas que gobiernan en Galicia, aunque no es seguro que sus aliados socialdemócratas estuviesen por la labor.

Si a ello se agregan las proclamas autonomistas "hasta el límite de la autodeterminación" formuladas por el entonces delfín de Fraga, Xosé Cuiña, no queda sino colegir que -al menos en aquel momento- el ex monarca Don Manuel bien podría ser reputado de galleguista.

De ahí que ahora sorprenda un tanto su deseo de colgar a los nacionalistas por la parte que más duele. Se conoce que los aires de Madrid y el crispado ambiente de la Corte han transformado otra vez al dialogante Fraga de Galicia en el antiguo -y colérico- Iribarne. Lástima.

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